Mirabeau o el polítiko.
(Notas y comentarios del editorzuelo, Enrique Antonio Mena, el Caviedes. mayo de 2023)
I
Siempre he creído ver en Mirabeau una cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco, y pocas cosas nos convienen más que informarnos sobre nuestro contrario. Es la única manera de complementarnos un poco. Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No deberíamos confundir lo uno con lo otro. Tal vez el grande y morboso desvarío de Europa está ahora pagando, proviene de haberse obstinado en no distinguir los arquetipos y los ideales. Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales. Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre, que además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero, ¿es que esto es posible? Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo -son desiderata. Pero, ¿Qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal el cuadrado redondo?
Pienso en el Horizon carré, Horizonte Cuadrado, de Vicente Huidobro y he aquí por qué el Byejo Pepe odiaba Las Vanguardias Artísticas. El editorzuelo))
Hace mucho tiempo he postulado una higiene de los ideales, una lógica del deseo. Tal vez lo que más diferencia la mente infantil del espíritu maduro es que aquélla no reconoce la jurisdicción de la realidad y suplanta las cosas por sus imágenes deseadas. Siente lo real como una materia blanda y mágica, dócil a las combinaciones de nuestra ambición. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y que más allá de él se levanta una materia resistente, de constitución rígida e inexorable. Entonces empieza uno a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza y no de nuestra cabeza: son mucho más ricos de contenido que los píos deseos y tienen mucha más gracia. En definitiva: el “idealismo” vive de falta de imaginación. Todo el que sea capaz de imaginarse con exactitud realizado su abstracto ideal sufre una desilusión, porque ve entonces cuán sórdido y mísero era, si se compara con la fabulosa cuantía de cosas deseables que la realidad, sin nuestra colaboración, ha inventado. Sería admirable que, para confusión de los “idealistas”, aun de los mayores, de Platón o de Kant, un irónico taumaturgo dejase por unas horas reducido el universo a lo que éste sería según su esquemático programa.
El ideal al uso es menos y no más que la realidad[1]. Así, el atributo de buena persona que imponemos al político ideal es muy fácil de imaginar y definir; en cambio, todo lo demás que constituye al gran político no podríamos jamás extraerlo de nuestra minerva, sino que necesitamos humildemente esperar a que la Naturaleza tenga a bien inventarlo ella, magníficamente, y ser resuelva a parir un titán como Mirabeau. Una vez que está ahí, por obra y gracia de las potencias cósmicas, nosotros, ingratos y petulantes, nos apresuramos a censurar el engendro, porque no tiene las virtudes de un honrado y corriente burgués. La humanidad es como la mujer que se casa con un artista, porque es artista, y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado.
El librito del señor Van Leisen está muye lejos de aclararnos punto alguno de importancia sobre Mirabeau. Pertenece a una clase de emanaciones impresas que cada día son más frecuentes, por mala ventura, en las letras de Francia. Son obras maniáticas, de angosto horizonte, que ni siquiera aspiran a la agudeza intelectual. Así, el Van Leisen, discípulo de Maurras, se propone, con el beneplácito de Bainville, no más que demostrar la identidad radical entre la política de Mirabeau y la de Luis XIV y Luis XV. Este es el propósito; pero claro es que no hay ni la apariencia del logro.
La política de Mirabeau no tiene oscuridad alguna. Como los hechos de todo un siglo se encargaron de comprobar, fue la obra más clara que se intentó en la Revolución Francesa. Si algo en el mundo tiene derecho a causar sorpresa y maravilla, es que este hombre, ajeno a las Cancillerías y a la Administración, ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga, súbitamente, con ocasión de los Estados Generales, se convierte en un hombre público, improvise, cabe decir que en pocas horas, toda una política nueva, que va a ser la política del siglo XIX (la Monarquía Constitucional); y esto no vagamente y como en germen, sino íntegramente y en su detalle: crea no sólo los principios, sino los gestos, la terminología, el estilo y la emoción del liberalismo democrático según el rito del Continente. En un instante, Mirabeau ve en todo su futuro desarrollo la nueva política, y ve más allá aún: ve sus límites, sus vicios, sus degeneraciones y hasta los medios de desacreditarla, que han sido, en efecto, lo que siglo y medio más tarde la han traído al desprestigio. Quien quiera convencerse de que este hecho portentoso ha acaecido y no es una fantasía ni un inexacto encarecimiento, lea cualquier libro sobre Mirabeau[2] -menos el del señor Van Leisen, que, a decir verdad, no pretende tampoco estudiar su fisonomía histórica.
¿Cuál sería la política "correcta" para esta época? Eso sería spoilear el ensayo. Disfruta el viaje, tiene más tesoros que la respuesta a esa pregunta. El editorzuelo.
Pero el pensamiento político es sólo una dimensión de la política. La otra es la actuación. Sin preverlo él mismo, Mirabeau encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública: la oratoria romántica, la magnífica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres haciendo tormentas e imponiendo calmas. El efecto de su primer discurso fue electrizante. Un testigo de la sesión -el reflexivo Dumont-, nos lo dice: “En el tumultuoso preludio de las Comunas no se había oído aún nada comparable en fuerza y dignidad: fue como una delicia nueva, porque la elocuencia es el encanto de los hombres reunidos”. Su estatura enorme, su cabeza de gigante y la cabellera ampulosa, que la aumentaba, le daban un aire de león.
Se dirá que todo eso -oratoria y pelambre y leonismo- es retórica. Ya es bastante que fuera retórica. Pero demos que sólo sea eso. No es retórica, en cambio, su valor personal y el de la especie propia al político, que es el valor ante los encrespamientos multitudinarios. Si entera la Asamblea Nacional se levanta contra él, Mirabeau no se inmuta, no pierde un quilate de serenidad; al contrario: su mente se aguza, penetra mejor la situación, la hace transparente, la disocia en sus elementos y pasa gentil al otro lado, llevando a la rastra, domesticada, aquella misma Asamblea unos minutos antes tan arisca y tan fiera. (A esto llamaba él déterminer la troupeau). Del león, pues, tendría la retórica y la melena; pero también el coraje, la serenidad y la garra. (Este león decía en un discurso al chacal Robespierre: “Joven: la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios”).
Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causas de la revolución. Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho. Mirabeau lo percibe con toda evidencia y quisiera convencer de ello al rey mediante el ministro Montmorin. Por eso escribe a éste: “Francia no se ha sentido nunca más fuerte ni más saludable, intrínsecamente hablando, jamás ha estado tan cerca de desarrollar toda su estatura. El único mal que hay es el muy pasajero inconveniente de una Administración poco sistemática y el miedo ridículo de recurrir a la nación para constituir la nación”.
Aquí el viejo culiao se manda una falacia de quid pro quo de aquellas. La Hambre era real y la "Maduración del Aparato Productivo", también es real. Sostener que una cosa niega la otra, con ese despectivo "NO dejarse engañar por las quejas" es MENTIR nauseabundamente. Por eso la Ira también es real y Legítima ante la constatación de que, llegado al Estadio Científico/industrial pasar Hambre NO es una fatalidad inevitable, como la Gravedad o la Vejez, sino un Proceso fríamente planificado, por las invisibles, por opacas, manos del Mercado.
Aquí se me vendrán muchos en contra: NO es una cosa o la otra, sino porque ambas son Reales e Innegables, existe una tercera: La Consciencia de una inconsistencia. Sólo cuando se se toma consciencia que el Cosmos NO tolera las incongruencias, uno se pregunta: ¿Por qué tengo que tolerar semejante incoherencia? Ahí sí que que sólo saben dos respuestas: Porque te beneficia, como Capataz del Amo, o eres un esclavo asumido y esa consciencia te carcome. El inconsciente jamás llega a hacerse la pregunta, por lo que es el esclavo ideal.
Hace poco, noviembre de 2022, en el programa Bussines Conection del canal de Yutú NegociosTV, su presentador dijo que la Renta fija había tenido su peor año histórico en siglos. Más precisamente 1788. ¡El año anterior a la Revolución Francesa! Razón por la cual rescato este antiquísimo ensayo del siglo XX. En ese momento dije: Si Marx tiene razón, tendremos Revolución
Mirabeau no se apea de esto. Había inexorablemente llegado el tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma, y todo lo demás eran zarandajas. Los expedientes y arbitrismos que se proponían a Luis XVI en forma de despotismo ilustrados o sin ilustrar, tiranías, dictaduras, le parecían puras superfluidades; peor: le parecían caminos funestos. Con la visión profética que abunda en sus locuciones, dijo a los palaciegos: “Así se conduce un rey al patíbulo”.
No se comprende que mente tan sagaz confiase en que el rey habría de reconocer la situación. La clave está acaso en que Mirabeau, de espíritu liberal y democrático, era de alma y de raza un doble. Ahora bien: el noble, por muy inteligente que sea, por muy libre de prejuicios que se imagine, suele padecer un fatal misticismo palatino.
Sin embargo, en aquel mismo estadio histórico no había más que una posibilidad seria: la Monarquía constitucional. Mirabeau fue el único que vio esto sin vacilaciones. Los demás, o eran demasiado monárquicos, o demasiado constitucionales. Descartados aquéllos, por la violencia popular, fueron éstos -los arrchirrevolucionarios, los radicales- quienes hicieron fracasar la revolución. Pues no debe olvidarse que la Revolución Francesa -uno de los trozos más animados de la historia universal- fue un completo fracaso. Los principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración. Fracasó porque en la Asamblea Nacional no había más que un político auténtico que, además, desapareció en 1791. Mirabeau sentía sumo desdén por aquellos colegas definidores, geómetras del Estado, que tenían la cabeza llena de fórmulas luminosas, tan luminosas, que los ofuscaban en el trato con las cosas. De ellos se decía: “Yo no he adoptado jamás ni su novela ni su metafísica ni sus crímenes inútiles”.
Dotado de una capacidad de trabajo fabulosa, Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas. Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.
Como siempre es delicioso contemplar la perfección, conmueve leer la historia de estos primeros tiempos revolucionarios, de esta primera etapa en la vida de la Asamblea, porque se ve a un hombre que posee el genio de su oficio, henchir sobradamente el perfil de éste, moverse elástico y triunfante, rebosar toda circunstancia. La Asamblea se veía forzada a tomar medidas que la defendieran del poder sugestivo que sobre ella misma ejercía este único varón. Su muerte fue declarada desdicha nacional y su enorme cadáver inauguró el Panteón de Grandes Hombres.
Pero he aquí que después fueron descubiertas las pruebas de su venalidad. Mirabeau, que era cuanto acabo de decir, era además un hombre inverecundo. En seguida el pedante que siempre está a punto, a la sazón Joseph Chénier, pidió la palabra en la Asamblea y propuso que los restos de Mirabeau fuesen extraídos del Panteón, “considerando que no hay grande hombre sin virtud”. ¡La gran frase!
(¿Qué queda para "la bandita" de la OTAN, más Zelensky? ¿Cuál es su Virtud? ¿Hundir a Occidente en otra Edad Media. ¿A quién pertenece ese ideario político?)
Ella nos plantea la cuestión. Porque la historia de Mirabeau recuerda gravemente la de César y, en varia medida, la de casi todos los grandes políticos. Con rara coincidencia, el gran político ha repetido siempre el mismo tipo de hombre, hasta en los detalles de su fisiología.
II
“Considerando que no hay grande hombre sin virtud”, dijo Joseph Chénier para denigrar la memoria de Mirabeau. Se comprende que todo el mundo le hiciese caso, porque había dicho una “frase”, y durante mucho tiempo el europeo ha necesitado, para vivir, respirar frases como balones de oxígeno[3].
Yo propongo ahora al lector que cargue un rato su atención sobre esa
“frase” y procure analiar con cautela su sentido. Chénier se refiere especialmente al grande
hombre político; de suerte que al oír o leer la primera parte del juicio por él
formulado, si queremos llenar de significación las palabras “grande hombre”,
nuestra mente se orienta hacia realidades como César o Mirabeau. Avanzan, entonces, hacia nosotros, como
heroicos fantasmas, las ciclópeas calidades de estos hombres o su
congéneres. Vemos su inagotable
energía, la tensión constante de su esfuerzo, la fertilidad y monumentalidad de
sus proyectos, la rapidez, la eficacia con que los ejecutan, la previsión
genial de los acontecimientos, la entereza y serenidad con que acogen los
peligros, el garbo triunfal de su actitud en todas las circunstancias. Si en algún momento, por descuido trivial,
se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al punto
avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego
está ocupado casi totalmente por obras impersonales, mejor dicho,
transpersonales. ¿Tiene sentido decir
de César que era egoísta, que vivía para sí mismo? Pero, ¿en qué consistía el “sí mismo” el
“yo” de César? En un afán indomable de
crear cosas, de organizar la historia.
Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y
las grandes angustias. Y es
inaceptable que el honmbre mediocre, incapaz de buscar voluntariamente y
soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor
y al gran placer.
Nuestro tiempo no hubiera nunca inventado estas dos palabras: magnanimidad
y pusilanimidad. Más bien lo que
ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan. Desde hace siglo y medio todo se confabula
para ocultarnos el hecho de que las almas tienen diferente formato, que hay
almas grandes y almas chicas, donde grande y chico no significan nuestra
valoración de esas almas, sino la diferencia real de dos estructuras
psicológicas distintas, de dos modos antagónicos de funcionar la psique. El magnánimo y el pusilánime pertenecen a especies
diversas; vivir es para uno y otro una operación de sentido divergente y en
consecuencia llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias. Cuando Nieztsche distingue entre “moral de
los señores” y “moral de los esclavos” da una fórmula antipática, estrecha y, a
la postre, falsa de algo que es una realidad innegable.
La perspectiva moral del pusilánime, certera cuando trata de juzgar a
sus congéneres, es injusta cuando se aplica a los magnánimos. Y es injusta sencillamente porque es falsa,
porque parte de datos erróneos, porque al pusilánime le suele faltar la
intuición inmediata de lo que pasa dentro del alma grande. Así en la cuestión que tangenteamos. El magnánimo es un hombre que tiene
misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras
de gran calibre. El pusilánime, en
cambio, carece de misión, vivir es para él simplemente existir, el conservarse,
andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros -sean sistemas
intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales,
situaciones de poder público. Sus actos
no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible
-ineludible como el parto. El
pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán
rigoroso de ejecución. De suerte que,
no habiendo en su interior “destino”, forzosidad congénita de crear, de
derramarsen en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos -el placer y
el dolor. Busca el placer y evita el
dolor. Este modo de funcionar
vitalmente que en sí encuentra le lleva a suponer, por ejemplo, que si un
pintor se afana en su oficio es movido por el deseo de ser famoso, rico,
etc. ¡Cómo si entre el deseo de fama,
riqueza, delicias y la posibilidad de pintar éste o aquel gran cuadro, de
inventar un estilo determinado, existiese la menor conexión! El pusilánime debía advertir que el primer
pintor famoso no se pudo proponer ser un pintor famoso, si no
exclusivamente pintar, por pura necesidad de crear belleza plástica. Sólo a posteriori de su vida y obra
se formó en la mente de los otros, especialmente de los pusilánimes, la idea o
ideal de ser “famoso pintor”. Y
entonces, sólo entonces, atraídos en efecto por las ventajas egoístas de ése
papel -“ser famoso pintor”-, empezaron a pintar los pusilánimes, es decir, los
malos pintores.
¿No es cómico que se califique a César de ambicioso? ¡Hay que ver! ¡César pretendía nada menos que ser un
César, y Napoleón tuvo la avilantez de aspirar durante toda su vida al puesto
ilustre de Napoleón! Este gracioso
contrasentido resulta siempre que se considere la vida del grande hombre, u
hombre de obras, bajo la perspectiva moral y según los datos psicológicos
del hombre menor, sin destino de creación.
Pero la verdad es muy diferente: la previsión de placeres y honores
tuvo sobre el alma de César tan poca influencia como, viceversa, la evitación
de dolores. Así como el deseo de eludir
sufrimientos no le apartó de su obra, tampoco le movió a ella la esperanza de
delicias. Esto es lo que no
comprenderá nunca bien el pusilánime: que para ciertos hombres
la delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas –para el
pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar
el Estado.
La oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al
grande hombre, porque su “yo” está lleno hasta los bordes con “lo otro”: su ego
es un alter -la obra.
Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo[4].
La “frase” de Chénier, en su segunda parte, habla de virtudes. Pero éstas no son esas cualidades que hemos
descubierto en César o Mirabeau –no son las virtudes o virtualidades del
grande hombre. Son, por el contrario,
las maneras normales de comportarse los pequeños hombres, las almas
chicas. Chénier exige a Mirabeau que
sea Mirabeau y además que sea el señor Duval, uno de los varios millones de
señores Duval que componían la mediocridad de Francia o de cualquier otro
pueblo en cualquiera época. Porque, en
efecto, estos millones de hombres son virtuosos: no estafan, no mienten, no
estupran. Todo su valer se reduce a no
hacer ninguna de esas cosas, en efecto, inmorales.
Conste, pues, que no me ocurre disputar el título de virtudes a la
honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son
las virtudes de la pusilanimidad.
Frente a ellas se encuentran las virtudes creadoras de grandes
dimensiones, las virtudes magnánimas.
Chénier no quiere reconocer el valor substantivo de éstas cuando faltan
aquellas, y esto es lo que me parece una inmoral parcialidad en favor de lo
pequeño. Pues no es sólo inmoral
preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien
superior. Hay perversión donde
quiera que haya subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. Y es, sin disputa, más fácil y
obvio no mentir que ser César o Mirabeau. Ni fuera exagerado afirmar que la
inmoralidad máxima es esa preferencia invertida en que se exalta lo mediocre
sobre lo óptimo, porque la adopcion del mal suele decidirse sin
pretensiones de moralidad y, en cambio, aquella subversión se encarece casi
siempre en nombre de una moral falsa, claro está, y repugnante.
En vez de censurar al grande hombre, porque le faltan las virtudes
menores y padece menudos vicios, en vez de decir que “no hay grande hombre sin
virtud”, en vez de coincidir con su ayuda de cámara, fuera oportuno meditar
sobre el hecho, casi universal, de que “no hay grande hombre con virtud”; se
entiende con pequeña virtud. Esto es lo
que en una u otra propensión, pero con escandalosa insistencia, nos muestra la
historia. Y en lugar de evadirnos por
la dimensión vana de una “frase”, debemos hincar ahí el bisturí del
análisis. El pensamiento no nos ha
sido dado para eludir los problemas, los agudos problemas bicornes, sino al
contrario: para citarlos a cuerpo limpio y mancornarlos.
Es posible que el régimen de magnanimidad -sobre todo en el hombre
público- incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre
consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios. Esto es lo que puede verse con alguna
claridad en el caso de Mirabeau.
Es preciso ir educando a España para la óptica de la
magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes
pusilánimes. Cada día adquiere
mayor predominio la moral canija de las almas mediocres que es excelente cuando
está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que
es mortal cuando pretende dirigir una raza y, apostada en todos los lugares
estratégicos, se dedica a aplastar todo
germen de superioridad.
Veamos, veamos, un poco más de cerca a Mirabeau, por lo mismo que es de
nuestro problema un caso extremo: el más inmoral de los grandes hombres.
Veamos, veamos qué fue, como máquina psicofísica, como aparato vital este Mirabeau. Con tal fin voy a enumerar lacónicamente los hechos principales de su vida, subrayando, sobre todo, los que han motiva la fama de inmoral.
Nace en Provenza en 1749. Por ambas alas familiares, numerosos dementes. Sobre todo, los Mirabeau venían siendo, de muchas generaciones atrás, unos frenéticos. Los Mirabeau podían denominarse los Karamazov gascones. El padre de nuestro héroe, hablando de su familia, la llamará “tempestiva raza”. En 1767, el marqués de Mirabeau -economista, publicista, “amigo de los hombres”, absurdo, inquieto- envía a su hijo, el pequeño gigante Gabriel, a un regimiento. Gabriel reúne 18 años. Apenas llega, tiene una formidable cuestión con el coronel. Su padre pide una orden de prisión y éste diabólico arcángel Gabriel entra por primera vez en la cárcel. Poco después es libertado. Retorna a casa. Es un vendaval de actividad. Estudia la tierra de Mirabeau, dibuja planos contra las inundaciones, trabaja, toma nota sobre el estado de los cultivos entre los campesinos, que le adoran. Su padre le llama Monsieur le Comte de Bourrasque. Su padre le detesta y él a su padre. Marqués y marquesa riñen y se separan. Comienza entre ellos un pleito de intereses. Incitado por su padre, Gabriel ataca a su madre violentamente.
El viejo economista quiere organizar en sus tierras y confinantes una oficina de prudomía para que los campesinos diriman entre sí sus querellas. Gabriel logra esta organización, que parecía imposible. Va, viene, insinúa, aplaca, armoniza, convence. Entre tanto, pobre, hace deudas.
Se casa en 1772. Crecen las deudas. Descubre un desliz de su mujer. La perdona. Apretado por los acreedores, tiene que entrar nuevamente en prisión. Sale de ella en 8 de junio de 1774. El 21 de agosto insultan a su hermana y él se bate para ampararla, con lo cual el 20 de septiembre vuelve a la cárcel, en el castillo de If, donde son enviadas órdenes de extremado rigor en el tratamiento. Su mujer no le quiere acompañar y Mirabeau, desde el castillo, riñe con su mujer. Conquista la benevolencia del gobernador, monsier d' Allegre, y se hace dueño de la situación. También se hace dueño de la única mujer que hay en el castillo: la mujer del cantinero.
Es trasladado al castillo de Foux bajo órdenes no menos severas. No se le permiten libros ni nada. Conquista al gobernador M. de Maurin, y probablemente a su mujer. Consigue libros. Lee frenéticamente, toma notas, compone memorias; por ejemplo: sobre las Salinas del Franco-Condado, que es el problema más inmediato al sitio donde se encuentra. Monsieur de Maurin corteja a una dama: Sofía de Monnier. La invita a comer, juntamente con su detenido. Sofía se enamora del detenido. Mirabeau entra y sale a su antojo. Publica en Neuchatel el Ensayo sobre el despotismo -un libro farragoso. Para publicarlo contrae nueva deuda con el librero. El gobernador ofendido como rival y comprometido por la publicidad que la deuda da a las salidas de Mirabeau, escribe a éste que se reintegre a la prisión. Mirabeau, lejos de recluirse, contesta insultando al gobernador. Pasa la frontera suiza y se detiene en Verrieres. ¿Qué hacer con Sofía? Sofía está locamente enamorada de él. Lo dejará todo por su amante. Usa una de las primeras divisas románticas: “Gabriel o morir”. ¿Qué hacer con Sofía, sin medios económicos ningunos, este hombre que ha ido formando sobre sus hombros un universo de deudas? Su hermana y su sobrina -de 23 años- van a su encuentro. De paso, Mirabeau no dejará de seducir a su sobrina. Mirabeau dirá de sí mismo que es un “atleta del amor”. ¿Qué hacer con Sofía, a quien, efectivamente ama? Comprende que raptarla es una locura capaz de hacer ya insoluble su apurada situación. No obstante, llama a Sofía. Es aceptar el compromiso de volver a empezar la vida. La familia de Sofía cae sobre él: nuevos procesos. Se le acusará de haber raptado a Sofía para apropiarse sus dineros. Y, en efecto, Sofía quisiera llevar algún dinero. Esto es un hecho que sus cartas prueban.
Perfectamente. Pero es un hecho también que ambos amantes huyen sin un ochavo y recalan en Ámsterdam. Mirabeau se pone a traducir para ganar algo. Ha aprendido él solo inglés y cuatro o cinco idiomas más. Trabaja fieramente desde las seis de la mañana. Entre tanto le persiguen el poder público, su padre, la familia de su amante. Lleva sobre sí un enjambre de procesos. Pero él, mientras atiende a estos y traduce y ama, cultiva la música y escribe un ensayo estético sobre este arte melifluo, un ensayo que está muy bien de fondo y mejor de título: El lector pondrá el título. Este es el título. Parece de hoy.
Como antes había atacado a su madre, escribirá ahora una memoria contra su padre, que no cesa de perseguirle. La consecuencia de todo ello es una demanda de extradición. Se envía contra él, para darle caza, un feroz policía: Bruquieres, que, en efecto, detiene a la pareja para hacerse a poco su más fiel y leal servidor. Mirabeau ha conquistado al policía.
Mas, por lo pronto, tiene que ingresar en el castillo de Vincennes, una de las altas prisiones de Francia. Mirabeau asciende en su categoría de perpetuo encarcelado. Cada vez su prisión es más prisión, de más rango, de más cadenas.
Esta vez va a durar de 1777 a 1780. Tres años “en un calabozo de 10 pies de ancho”. ¿Qué haría allí esta magnífica fiera? Sin duda, osar con su alma de gran felino. Por lo pronto, se las arreglará para escribir a Sofía cartas sobre cartas. Este epistolario se publicó después con enorme escándalo. Porque en el calabozo de diez pies, contraída la sensualidad gigantesca de su temperamento, se escapará por la dimensión literaria. En las cartas a Sofía vierte materias de toda índole: ensayos oratorios y líricos, consideraciones morales, efusiones sinceras, pornografía y hasta trozos de libros y revistas que da como suyos. Empieza una carta: “escucha, amiga mía, voy a verter en el tuyo mi corazón”, y lo que vierte, en realidad es un artículo ajeno del Mercurio de Francia[5]. Me interesa mucho subrayar este dato.
En este tiempo compone una memoria, mansamente dirigida a su padre, defendiéndose. Además, compone cuentos, diálogos, tragedias; traduce a Tácito, Tíbulo, Boccaccio; escribe para Sofía un estudio sobre la inoculación, una gramática; estudia el islamismo y El Corán; comienza una historia de los países Bajos. Además escribe libros pornográficos. ¿Nada más? No; todavía más. Entre los prisioneros está un señor Baudopin de Guémadeuc, que tiene una amante, la señorita Julia, a quien Mirabeau no ha visto ni verá jamás. No obstante, entabla con ella una larga correspondencia, llena de gracia, de amenidad y de mentiras. Se presenta como persona de grande influencia en la corte. La señorita Julia no tenía importancia alguna. ¿A qué, pues, esta farsa y el esfuerzo que supone? Subraye también este hecho el curioso lector.
Entre los libros compuestos en Vincennes hay uno cuya publicidad tuvo enorme resonancia; sus estudios Des lettres de cachets et des prisons d'Etat. Prisionero Mirabeau, quiere organizar seriamente las prisiones en general y reformar las instituciones. La política de la Asamblea está anticipada en este ensayo. Entre tanto, feroces cólicos nefríticos.
“Desnudo como un gusano” sale Mirabeau del calabozo en 1780. Está en los treinta años. ¿Por qué no descansar un poco? ¿Descansar? Le esperan a la puerta, como prevenidos lobos, los dos procesos más graves. Uno, provocado por el marido de Sofía Monnier; otro, por sus suegros. En las actuaciones, que fueron públicas, se agolpaba la muchedumbre. Es aventado a los cuatro puntos cardinales todo su pretérito. No hay que decir el escándalo producido en toda Francia por esta vida turbulenta, a la que la Justicia -siempre un poco pedante- se encarga de dar notoriedad oficial.
Mirabeau ha conseguido la fama a fuerza de insensateces; una fama negativa, lastrada de pecados capitales. Es una ascensión a la inversa.
Sí; pero llega, en el proceso, el momento en que se concede la palabra al acusado. Y da la casualidad de que el acusado es Mirabeau. Y da la casualidad de que el acusado tiene una pequeña substancia mágica que nombramos con un vocablo tonto, pueril, propio para la terminología de los cuentos de niños; tiene... ¡genio! Y hace un discurso judicial, una cosa que nunca había hecho. Y ese discurso es una creación perfecta, y jueces, testigos y público oyen lo que no habían oído nunca: la palabra, nada, un poco de aire estremecido que, desde la madrugada confusa del Génesis, tiene poder de creación. De modo que, en un instante, aquellas circunstancias desastrosas son transmutadas en un triunfo. La ascensión negativa cambia de signo, se hace positiva, y la fama adversa, con todo su lastre de fango, se convierte en gloria. Estamos en 1783.
La gloria, pero no el dinero. La gloria, como sus fenómenos hermanos -el orto y la puesta de sol- tiene el hábito del oro, pero no su materia; tiene el amarillo y la refulgencia. Mirabeau comienza por tercera o cuarta vez su vida, glorioso e impecune. En 1784 empeña, en el Monte de Piedad, “su” traje bordado de plata, con su casaca y pantalón y su casaca de paño con plata semiluto y encajes de invierno. Poco después contrae, juntamente con su madre, un préstamo usurario de 30.000 libras: otra insensatez. Y comienza de pronto una vida opulenta, con gran tren, carrosas, comidas, y ningún orden económico. (Recuérdese César, recuérdese Wagner). De una vez para siempre nació sensual y necesitaba las delicias como el pulmón necesita el aire. Pero fíjese el lector. Éste hombre ha pasado tres años en un calabozo de diez pies, sin delicia alguna. ¿Qué ha hecho su pulmón? ¿Ahogarse? Hemos visto la fabulosa actividad desarrollada durante ese encarcelamiento. ¿En qué quedamos, pues? La contradicción es sólo aparente. Un alma fuerte es fuerte en sus apetitos, necesita mucho muchas cosas; pero, a la vez, es fuerte para renunciar, para no necesitar cuando el caso forzoso llega.
Entra en su vida madame de Nehra, una holandecita de diecisiete años, dulce y buena que pondrá un poco de sentido común y de orden en la vida frenética de este hombre. Comienzan los años de viaje: Inglaterra, Alemania. Mirabeau estudia el continente. Se informa de la política y la economía, de sus problemas inminentes, de sus posibilidades. Escribe sobre estas materias, sobre todo se ocupa de asuntos financieros; por ejemplo: sobre el banco de España llamado de San Carlos. La resonancia de estas publicaciones es tan grande que en un momento llegó a influir en la balanza de la Bolsa continental. El banco de San Carlos quiso comprar su pluma. Pero Mirabeau, que seguía siendo pobre, rehusó. Porque sus campañas desarrollaban una idea política y Mirabeau no estaba dispuesto a combatir su propia idea. Este hecho nos va a dar la clave de lo que se ha llamado su venalidad. Ya veremos la graciosa paradoja en que se resuelve esta gran acusación y que se puede anticipar y resumir diciendo: el venal Mirabeau es uno de los hombres que se han vendido menos, si se advierte de que es uno de los hombres que más se ha querido comprar. El pusilánime, al hacer su cuenta al grande hombre, olvida siempre el otro factor, que es el esencial: su grande hombría.
En 1787 vuelve a Francia. La nación está en cinta de grandes acontecimientos. Hay un desasosiego universal en la sociedad. Todos, los de arriba y los de abajo, presienten que es preciso hacer algo; pero nadie sabe qué. Mirabeau ve al punto, con indefectible seguridad, que su vida va a confundirse con la vida de Francia. Todo aquel privado frenesí de veinte años, toda aquella acumulación de saberes, de noticias, de proyectos, aquella energía, aquella capacidad de trabajo, aquella fruición en el conflicto, aquella voz de trompeta de postrimería, aquella fluencia verbal va a insertarse en un punto de la historia.
Mirabeau reclama la reunión de los Estados Generales para 1789. Su voz, de fuerza cósmica, de diabólico arcángel, anuncia el juicio final del Antiguo Régimen. Tiene cuarenta años. Es un gigante obeso, con el rostro picado de viruelas.
IV
Convocados los Estados Generales Mirabeau busca en su Provenza natal electores. Va a Aix y a Marsella, donde se percata de las dimensiones que ha adquirido su popularidad. No obstante, sus congéneres los nobles de Provenza, con una hipersensibilidad de ayudas de cámaras, quieren evitar la contaminación de su presencia y le excluyen del estado noble. Mirabeau no se inmuta. Pocos días después se producen graves revueltas en Marsella, tan graves, que el Poder público se declara incapaz de reprimirlas, y entonces los nobles de Marsella recurren a Mirabeau, el revolucionario excluido de sus rangos por sus “opiniones subversivas del orden público y atentatorias a la autoridad real”. ¿Qué hará Mirabeau cuando se le pide que vaya a Marsella para corregir, contener y castigar al pueblo mismo que poco antes le aclamaba y cuya adhesión era su única fuerza? Mirabeau es el político por la gracia de Dios, el hombre de Estado nato, y no duda un momento. Va a Marsella y, sin perder un minuto, organiza a jóvenes burgueses y obreros en una milicia ciudadana que impone pronto el orden. Mirabeau permanece cuatro días seguidos sin dormir. Pacificada Marsella, brota la revuelta en Aix, y Mirabeau sale al galope, sin tomar descanso, hacia la villa de cuya nobleza ha sido borrado. Mirabeau será elegido representante del Tercer Estado por el departamento de Aix.
En la primera sesión de los Estados Generales se forma un vacío en torno al lugar en que Mirabeau ha tomado asiento. Es un apestado. Pocos días después es el conductor de aquel rebaño turbulento. Gracias a él, el trabajo parlamentario toma una dirección y un orden. Él mismo hará frente, con una capacidad de labor verdaderamente legendaria, a todos los asuntos. Para ello necesita sostener una oficina con numerosos secretarios. Pero Mirabeau sigue impecune. Ocupado en la cosa pública, mal puede atender a su privado presupuesto. Sin embargo, vive y mantiene su hueste de colaboradores y produce y crea. Es una obra de magia. La gente recelará subvenciones inconfesables y cada movimiento de su táctica política será atribuido a alguna simonía. Como nadie sabe nada concreto, se construye imaginariamente la historia de su venalidad. ¿No es el más rico y el más ambicioso hombre de Francia el duque de Orléans? Mirabeau se ha vendido al duque de Orléans. Pero he aquí que el conde de la Mark, testimonio irrecusable por su carácter y posición, nos dice que mientras se acusaba a Mirabeau de haberse vendido al arca más repleta de Francia, Mirabeau, tímidamente, iba a pedirle prestados unos luises. Pero entiéndase bien: no rehusaba el oro de Orléans por razones de virtud íntima. Mirada según su óptica moral, esta pulcra renuncia significaría una inmoralidad y una estupidez. No tenía derecho a entorpecer su acción pública por darse el gusto de mantener una pulcritud privada. No pidió dinero al duque de Orléans porque este personaje le parecía incompatible con su política. La venalidad de Mirabeau -esto es lo esencial- fue siempre articulada con la trayectoria de su táctica política y no era más que el ingrediente de ésta.
La política de Mirabeau era una política clara. Tan clara, que el Continente no ha podido seguir durante todo un siglo otra política que la anticipada genialmente por él. Ahora bien: una política es clara cuando su definición no lo es. Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política o se viene para hacer definiciones. La definición es la idea clara, estricta, sin contradicciones, pero los actos que inspira son confusos, imposibles, contradictorios. La política, en cambio, es clara en lo que hace, lo que logra y es contradictoria cuando se la define. Recuérdese el dicho de Einstein a propósito de la geometría, que es un puro sistema de definiciones. “Las proposiciones matemáticas, en cuanto tienen que ver con la realidad, no son ciertas, y en cuanto que son ciertas, no tienen que ver con la realidad”. La física se parece mucho a la política, porque en ambas lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual.
La política de Mirabeau, como toda auténtica política postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad. El impulso de 1789 era la nueva burguesía y su credo racional; el freno era el pasado de Francia, resumido en la autoridad real. Con motivo de la Declaración de los Derechos, la magnífica definición abstracta en que fructifican dos siglos de razón pura, Mirabeau dijo: “No somos salvajes recién llegados a las riberas del Orinoco para formar una sociedad. Somos una nación vieja, tal vez demasiado vieja para nuestra época. Tenemos un Gobierno preexistente, un rey preexistente, prejuicios preexistentes. Es preciso, en lo posible, acomodar todas estas cosas a la Revolución y salvar la subitaneidad del tránsito”.
¡La subitaneidad del tránsito! ¡Admirable expresión, que condensa todo el método político y diferencia a éste de la magia![6] El revolucionario es lo inverso de un político: porque al actuar obtiene lo contrario de lo que se propone. Toda Revolución, inexorablemente -sea ella roja, sea blanca-, provoca una contrarrevolución. El político es el que se anticipa a este resultado y hace a la vez, por sí mismo, la Revolución y la Contrarrevolución.
La Revolución era la Asamblea, que Mirabeau dominaba. Necesitaba también dominar la Contrarrevolución, tenerla en su mano. Necesitaba el rey. De aquí su afán por penetrar en Palacio. Pero los conservadores -rey, aristocracia- son también definidores, como los radicales, y sentían repulsión hacia Mirabeau. Es probable que los desastres subsiguientes se hubiesen evitado aceptando la idea simplísima de Mirabeau: unión de Palacio y Asamblea en un Ministerio de representantes. Los radicales hicieron imposible esta decisión decretando la incompatibilidad del cargo de ministro con el de diputado.
Cegado este camino llano de llegar a Palacio, tuvo Mirabeau que tomar el tortuoso y secreto. Esta fue la famosa venta que de sí hizo el grande hombre. El sueldo que debía, por derecho histórico, por obligación superior, haber recibido como minstro, lo recibió como consejero privado. Con el dinero, lo primero que hizo este apasionado lector fue comprar la mejor biblioteca de Francia, la biblioteca de Buffon.
Poco después, el 2 de abril de 1791 Mirabeau moría por una inflamación del diafragma. Luego, vino el diluvio.
Si oteamos esta vida con mirada de psicólogos, veremos destacarse luminosamente ciertos rasgos constantes. Primero, la impulsividad. Para Mirabeau, vivir era responder inmediatamente con un acto a la excitación que del contorno recibía. Reflexiona después de hallarse fuera de sí, comprometido en la acción. En quien no es impulsivo, el pensamiento precede al acto; es decir: se hace cuestión del acto mismo, anticipándolo en forma de idea. Esto trae consigo que el acto no se decida y ejecute sino cuando ha sido aprobado en tanto que idea. Esto trae consigo que el acto no se decida y ejecute sino cuando ha sido aprobado en tanto que idea. Como las relaciones entre las ideas son muy complicadas, el no impulsivo, el reflexivo, decide casi siempre no actuar. Mirabeau no se hacía cuestión de sus actos, sino después de hallarse en ellos, y su pensamiento atendía sólo a perfeccionar la ejecución. Segundo, el activismo. Consecuencia de la impulsividad es que se necesite constantemente la acción. Como Mirabeau decía de sí mismo, sólo podía vivir “una vida ejecutiva”. Vivir, para él, no es pensar, sino hacer. ¿Qué? Lo que se pueda: raptar una dama, arreglar las salinas del Franco-Condado, ya que se está en la cárcel cerca de ellas; escribir farsas a la señorita Julia, atacar a los agiotistas, reprimir motines, organizar el Estado y, si no se puede otra cosa, copiar, copiar páginas de libros. Todo menos soñar; es decir: imaginar que se hace algo sin hacerlo. Almas así sienten profunda repugnancia a esa suplantación del acto que es su imagen o idea, su espectro.
Tenía veinteséis años cuando, encarcelado en el fuerte de Goux, escribió a su tío estas líneas: “Los tiempos se regeneran, la ambición es hoy permitida. Salvadme, os lo pido, de esta fermentación terrible en que me encuentro, que podría destruir el efecto producido sobre mí por las reflexiones y las desdichas. Hay hombres que es preciso ocupar. La actividad, que lo puede todo y sin la que nada se puede, tórnase turbulencia cuando carece de empleo y de objeto”.
Esta confesión revela hasta qué punto sentía en su propio interior la necesidad de actividad. En la inercia su torrencial activismo le ahogaba. He aquí lo más característico en todo grande hombre político.
El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como una perturbación que conviene eludir y sólo cuando es forzosa, a regañadientes y de mala manera, ejecutar. Se complace, por el contrario, en intercalar cavilaciones entre la excitación y la actuación. Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y éstos son los intelectuales. Esta es su gloria y tal vez su superioridad. En última instancia, se bastan a sí mismos[7], viven de su propia germinación interior, de su magnífica riqueza íntima. El intelectual de pura cepa no necesita de nada ni de nadie, porque es un microcosmos. La mujer, que es tan perspicaz en materias de secretos vitales, entrevé esta fiesta maravillosa que es el alma de un puro intelectual, esta constante diversión y féerie que acontece en una mente meditabunda. La entrevé, y por eso quiere asomarse más, abrir la cabeza del intelectual, como se abre una bombonera, y asistir al espectáculo secreto de las ideas danzarinas. Cuando no lo consigue se enfada y pide al Tetrarca, como Salomé, que le decapite, y es ella la que danza con la cabeza llena de danzas[8].
Hay pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual es, en efecto, casi siempre un poco enfermo. En cambio, el político es -como Mirabeau, como César-, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.
La moral, psicológicamente, representa una preocupación, puesto que implica la detención de nuestras impulsiones hasta deteminar si son debidas o indebidas. En el hombre normal el acto no se dispara tan rápidamente después de deseado que no deje tiempo para hacerse cuestión moral de él, para preguntarse si es bueno o malo, para ver su cariz ético. Pero imagínese el funcionamiento de un alma impulsiva: su primer momento no es de ver ese cariz del acto, sino de comenzar, desde luego, su ejecución. Hay, pues, mucha injusticia en llamarle inmoral por haber querido aquel acto incorrecto. ¿Es que lo ha querido; es decir: que ha habido un instante en que lo ha visto, en que se ha colocado ante él contemplativamente? Eso es lo que hace el intelectual, el moral: contemplar sus propios actos. Por eso suele no ejecutarlos. Pero el impulsivo no se anda en contemplaciones. En él lo primario es ya el operar. Desde un punto de vista moral, lo único que cabe exigirle es que se arrepienta después de la acción consumada, ya que sólo entonces le es dado contemplarla.
No acusemos, pues, de inmoralidad al gran político. En vez de ello, digamos que le falta escrupulosidad. Pero un hombre escrupuloso no puede ser un hombre de acción. La escrupulosidad es una cualidad matemática, intelectual: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones. Si se examina con cuidado la vida de Mirabeau, de César, de Napoleón, se ve que la presunta maldad no es sino la falta de escrupulosidad aneja a todo temperamento activista y, por tanto, impulsivo. El mundo antiguo, que iba en todo hasta las últimas consecuencias, cuando decidió ser escrupuloso -en el estoicismo- tuvo que elegir como norma suprema la epoché, la inacción.
V
La vida de un grande hombre político cambia de aspecto en el momento en el que empieza a actuar como hombre público. En el cauce de la publicidad, de dilatadas riberas, parece aquel torrente vital ganar sus propias dimensiones y con ello un curso de ritmo magnífico, fértil y majestuoso. Entonces el contemporáneo o el lector de la biografía comienza a aplaudir; le entusiasma la audacia, la infatigabilidad, la eficiencia de todos sus actos y gestos, la entereza inmutable con que aguanta el insulto y resiste al ataque, la presencia de espíritu con que gobierna su persona en medio de la tempestad política. Pero este entusiasmo tardío es un poco vil: se alaba el fruto después de haber denigrado la semilla.
El contemporáneo o el lector de la biografía son injustos con la juventud del grande hombre político, que es semilla y raíz de su madurez fructuosa. Se quiere ignorar que no ha esperado para ser hombre público a que llegue la hora de su popular epifanía sino que lo fue desde luego y que la turbulencia y absurdo sesgo de su mocedad provienen precisamente de que, siendo ya, por su constitución orgánica, hombre público, tuvo que moverse en el angosto molde de la vida privada.
En Napoleón se nota menos esta dolorosa contracción juvenil porque vive inscrito en el esquema de la disciplina militar, donde un rápido ascenso permitía la expansión graduada de su temple. Sin embargo, una breve demora en uno de estos ascensos produce en él tal depresión que resuelve, según comunicó a un íntimo, desertar del Ejército francés y pasar a Turquía a fin de fundar allí un reino. Este fundador de reinos imaginarios en Turquía era a la sazón un pobre oficial, de uniforme traspillado de cuerpo enfermo, de rostro verdoso y agudo, como el de una fuina, si no recuerdo mal mancillado por una sarna tenaz.
Lo normal es, sin embargo, que el cachorro de grande hombre político tenga una juventud revuelta y atropellada, a veces tangente de la botaratería. Así Temístocles, Alcibíades, César, Mirabeau. La última Edad Media vio esto mejor que nosotros y creó un género literario aparte para cantar la prehistoria tumultuosa de los grandes hombres. Llamósele “Mocedades”; así Les Enfances Guillaume, “Las Mocedades del Cid”.
Todas esas excelencias que se revelan en la hora ilustre suponen genio, ciertamente; pero también un substrato de ciertas condiciones orgánicas que aisladas parecen monstruosas. Tales son la impulsividad, el activismo e inquietud constantes, la falta de escrupulosidad. Sobre éstas va a caballo el genio; sin esas capacidades psicofisiológicas, que son como fuerzas brutas y poderes elementales -demoníacos, diría un antiguo-, no hay grande hombre político. La historia lo ve desde luego como estatua ecuestre, y así hace gran figura; pero en su juventud fue ya caballero a horcajadas sobre el aire y fue potro suelto sin caballero. Las piezas de la estatua ecuestre antes de ajustarlas, son dos imágenes monstruosas.
Cabe no desear la existencia de grandes hombres y preferir una humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas.
La escrupulosidad es una forma de bondad; pero no es la únika. Y hay incongruencia en exigirla al hombre de acción, que es de acción porque es impulsivo. En la acción hay que evitar el piétinement sur place, y esto es el escrúpulo. Sólo podemos reclamar en el hazañoso una bondad homogénea con su temperamento: ésta es la otra forma de bondad, la bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos. Ahora bien: es interesante observar que esta sanidad de instintos, esta generosidad ubérrima brota en todas las biografías de grandes políticos y permite diferenciar al falso del auténtico, a Sylla de César.
Tampoco debe extrañarnos la afición a la farsa que revela la vida de Mirabeau. Una y otra vez le sorprendemos mintiendo descaradamente. Al intelectual de casta le sobrecoge siempre ese don de la mentira que posee el gran político. Tal vez, en el fondo, envidia esa tranquilidad prodigiosa con que los hombres públicos dicen lo contrario de lo que piensan, o piensan lo contrario de lo que están viendo con sus propios ojos. Esta envidia descubre ingenuamente la virtud específica del buen intelectual. Su existencia radica en el esfuerzo continuo de pensar la verdad y, una vez pensada, decirla, sea como sea, aunque le despedacen. Este es el máximun de acción que al intelectual corresponde: una acción que es, en rigor, una pasión. El hombre de pensamiento no puede, no debe aspirar a otra forma de heroísmo que al martirio. El mayor triunfo es el naufragio para este perpetuo navegante sobre Gólgotas de tres palos, como los bergantines.
Recíprocamente, al gran político le maravilla ese heroico servicio a la verdad que informa la vida del buen intelectual. Esta mutua admiración de dos temperamentos contrapuestos es simpática, como todo lujo generoso; pero se funda en un error. Cada uno de ambos proyecta sobre el otro su propia constitución, y al ver que en él da resultados contrarios, atribuye éstos a un esfuerzo gigantesco. Pero la verdad es que ni la mentira cuesta nada al político ni la veracidad al intelectual. Una y otra manan naturalmente de su distinta condición.
((Aquí miente el Byejo Pepe. Yo lo he pillado mintiendo descaradamente en varios escritos haciendo pasar por propias ideas de otros pensadores. El caso que lo confirmó fue una frase de un vetusto romano hablando pestes de las mujeres, en su ensayo El Hombre y la Gente. En un intelectual honesto, habría sido una cita, pero el tipo ni siquiera lo mencionó: "Como dijo un un antiguo romano", sino que sencillamente la hiló como idea propia y NO me trago que NO lo sepa, porque el romano en cuestión es todo un clásico bien conocido. Además es literal, por eso pude reconocerla en un listado de frases famosas. Eso me asqueó tanto, que mi memoria lo borró y NO pude seguir leyendo el libro, del cual extracté la idea de perderse dentro de uno mismo y reencontrar la salida, portando un tesoro en las manos, cual Vellocino de Oro. El único heroísmo NO es el Martirio, sino ser Jasón de otro tipo de Argonautas. Eso me llevó a pensar: ¿A cuántos plagió descaradamente? Tiempo después, leyendo la biografía de María Zambrano, comprobé que el viejo culiao le sugirió hacer una Constitución Política "española", ni de derecha ni de izquierda, ¡y lo primero que hace el maricón culiao fue pasársela a Primo de Rivera! Como buena María, Zambrano lo mandó a la mierda. Investigando quién fue ese Primo de Rivera, ¡qué nombre más imbécil!, descubro que su frase es la misma que el Byejo Pepe: Ser de Derecha como ser de Izquierda es una hemiplejía moral. Ahí colapsé: ¿Quién plagió a quien? ¿Quién era el Filósofo, creador de frases pegajosas, y quién, el Político que las coopta? Entonces entendí la náusea de Orwell, al final de La Granja de los Animales, cuando, a la vista de los animales, cerdos y humanos se vuelven indiscernibles; como los Teólogos, para Dios, al final del cuento de Borges. El intelectual puede ser Tan Mentiroso como el político o, peor aún, es un político Travestido de intelectual. He ahí la Diferencia entre el Sacerdote y el Profeta. Eso explica por qué siempre los Sacerdotes Crucifican y queman a los Profetas, como a Giordano Bruno. Cosa que soslaya en su artículo Esquema de Salomé y Juan Bautista, achacándole toda la culpa a ella, imagino que por despecho ante alguna aristócrata que lo despreció. El Sacerdote es el Político de la Fe. El Profeta es la zarza ardiente: Obliga a una decisión Radical. El Político siempre busca consenso.)
El intelectual vive, principalmente, una vida interior, vive consigo mismo, atento a la pululación de sus ideas y emociones. Nada en el mundo tiene para él la realidad comparable a esas cosas íntimas. Por lo mismo, las ve y las distingue con inevitable claridad. Sabe en cada instante lo que piensa y por qué lo piensa. La idea verdadera y la idea falsa acusan terriblemente ante la mirada interior sus contrarios perfiles. Es natural que mentir le suponga un enorme esfuerzo, porque tiene que negar lo innegable, tiene que negar su propia evidencia, suplantar su realidad íntima por otra ficticia.
((Imagino que aquí Pepe, el viejo, está idealizándose. Mentiroso ctm. Pero básicamente es cierto. Reiteradamente mi madre me torturaba, entre muchas cosas, con sus preguntas llenas de desdén y repugnancia: ¿Por qué NO sales a la calle? ¡Porque tiene miedo, cobarde! Lo hacía estando mi padre al lado. Yo respondía: Porque allá afuera NO hay nada más interesante que lo que hay acá dentro, mientras apuntaba a mi cerebro y mi pecho. Allá, en la calle, NO encontraré alguien más inteligente que yo, un Sócrates discutiendo con los sofistas, un Jesús rebatiendo a rabinos y fariseos. Si hubiese alguien así, sería el primero en salir a la calle para proclamar La Verdad y Desterrar la imbecilidad. Pero ya NO hay Hombres así. Esa es la tragedia de Nuestro Tiempo. Cuando llegué, en mi juventud, hace 27-28 años atrás a este pasaje, se nublaron de lágrimas mis ojos. Era leer mi biografía. Soy el último Real Filósofo de la Humanidad. Todo lo que hay ahora son Pensadores con agenda política previa. Cualquier día me pueden matar por esto que he dicho.))
El hombre de acción, en cambio, no existe para sí mismo, no se ve a sí mismo. El ruido de afuera, hacia el cual su alma está por naturaleza proyectada, no le deja oír el rumor de su intimidad. Falta ésta de atención, anda desmedrada. Sorprende notar que todos los grandes hombres políticos carecen de vida interior.[9] No es paradoja decir que no tienen personalidad. La tienen sus actos, sus obras; pero no ellos. Por esta razón -el fenómeno es muy curioso- no son interesantes. Para convencerse de ello basta informarse del sumo juez en materia de hombres interesantes: la mujer. ¿No es extraño que los grandes hombres políticos, al fin y al cabo grandes triunfadores de la vida, dueños del poder, de la riqueza, corporalmente destacados y aureolados sobre el resto de los varones no hayan conseguido nunca, nunca, valiosos triunfos sobre la mujer? Ni siquiera César puede ser considerado como una excepción.
((Quien diga que la sumisión de Cleopatra es el dato que mata relato, es imbécil. Cleopatra actuó como político ante otro político. Su sumisión personal fue la moneda de cambio para salvar algo de la independencia de Egipto. Por eso que después vuelve a hacerlo con Marco Antonio, apostando a perdedor. Cuando intentó hacerlo con Augusto, fracasó, porque Augusto era un témpano que NO caería ante una mujer mayor, que había yacido con los dos perdedores anteriores. Nota del editorzuelo.))
El caso de Mirabeau confirma plenamente esta regla. Su sensibilidad le inducía sin descanso
hacia la mujer. Su audacia y su rumbo
verbal le permitían cazar rápidamente la hembra predispuesta a ser cazada. Pero este tipo de cazador de mujeres no
tiene nada que ver con el verdadero seductor.
Son distintos ellos y son distintos tipos de mujer sobre que
actúan. Una cosa es conseguir
favores de una mujer y otra absorber íntegramente su alma. La que es capaz de hacer favores, suele ser
incapaz de entregar su alma; y la que es capaz de entregar su alma, suele ser
incapaz de hacer favores. Esta última
es la mujer interesante, la que vive hermética, cerrada en su íntimo recato y
que no puede conceder nada si no concede su vida entera. Salvo madame de Nehra, que era una niña,
Mirabeau no conoció más que faldas, faldas, muchas faldas.
Esta carencia de vida interior da a la existencia privada del gran
político un cariz de relativa vulgaridad, de basteza. Ni sus ideas ni sus gustos son precisos,
originales, refinados. Mirado desde la
óptica de un intelectual, el hombre de acción vive en constante á peu prés
íntimo. Poco más o menos, le es todo
igual, porque le parece irreal. Lo
importante para él son los actos.
Cuando miente, en rigor no miente, porque no está adscrito íntimamente a
nada determinado. Las palabras, y
dentro de ellas las ideas, son para él tan sólo instrumentos. De otro modo: él no es sus ideas; cuando las
finge no se niega, porque él no consiste en ellas. Viceversa, no acertará a ver la realidad
íntima de los demás; sólo percibirá de ellos su facción utilizable. “Yo no puedo excomulgar a anadie -decía
Mirabeau-. En verdad, todo me parece
bien: los sucesos, los hombres, las cosas, las opiniones; todo tiene un asa, un
agarradero”. La expresión es certera:
el grande hombre político todo lo ve en forma de asa.
¡Bueno fuera que, obligado a resolver conflictos exteriores, llevase
también en su interior conflictos! Por
fortuna, existe lo que yo llamo un cutis de grande hombre, una piel de
paquidermo humano, dura y sin poros, que impide la transmisión al interior de
heridas desconcertantes. También habría
incongruencia en exigir al político una epidermis de princesa de Westfalia o de
monja clarisa.
Impulsividad, turbulencia, histrionismo, impresión, pobreza de
intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de
un genio político. Es ilusorio querer
lo uno sin lo otro, y es, por tanto, injusto imputar al grande hombre como
vicios sus imprescindibles ingredientes.
Pero claro está que no basta poseer estos para ser un político de
genio. Es preciso agregar el
genio. Cuando éste falta aquellas
potencias no producen más que un mascarón de proa. Nada, en efecto, es más fácil de aparentar
que la grandeza política. A la postre,
si un intelectual no tiene ideas no logrará fingir, por lo menos fingir bien,
su intelectualidad ausente. Pero el gran político y el que no lo es se
presentan igualmente con el poder público en la mano. Su atuendo, su talle, son los mismos para
las miradas torpes.
¿Qué signos diferencian en esta materia la autenticidad de la
ficción? Algunos, algunos hay; pero es
difícil describirlos e intentarlo excede mi pretensión.
Lo discreto de todos modos, es no hacerse ilusiones, por lo mismo que
en política es tan fácil hacérselas.
Yo, a ratos, logro convencerme de que soy un Napoleón porque, como él,
no tengo más que 60 pulsaciones por minuto.
La confusión en mi caso no es grave, porque soy tan sólo un escritor.
VI
Es la política una actividad tan compleja, contiene dentro de sí tantas
operaciones parciales, todas necesarias, que es muy difícil definirlas sin
dejarse fuera algún ingrediente importante.
Verdad es que, por la misma razón, la política, en el sentido perfecto
del vocablo, no existe casi nunca. Casi
todos los hombres políticos lo son meramente en parte. En el mejor caso, poseen con plena
conciencia una u otra dimensión del político, y se contentan con ella, ciegos
para las restantes.
Se dirá que la política es tacto y astucia para conseguir de otros
hombres lo que deseamos, y no se puede negar que, en efecto, sin eso no hay
política. Pero evidentemente, hace
falta más. Hay quien, hiperestésico
para los defectos de la justicia social, llamará política a un credo de reforma
pública que proporcione mayor equidad a la convivencia humana. Y no hay duda de que sin cierto sentido, y como afición
nativa a la justicia, no puede nadie ser un gran político. Pero esto es más bien la porción de
idealidad moral que el hombre político lleva a su actuación pública. Hacer consistir en ello la política es
vaciarla de sí misma y llenarla de un pobre misticismo ético.
Durante más de un siglo se ha cometido este
error de perspectiva: se situaba en el
centro del programa un cuerpo de doctrinas morales, y sólo en el segundo
término se atendía a lo propiamente político.
Otros dirán que política no es nada de eso, sino una buen sentido
administrativo que sepa regir, como una industria, los intereses materiales y
morales de una nación, etc., etc.
Repito todo esto, y muchas cosas más, tienen que reunirse en un hombre
para hacer de él un gran político.
Viene a ser éste como un alto edificio en que cada piso sostiene al que
le sigue en la vertical. La política es
la arquitectura completa, incluso los sótanos.
En las páginas antecedentes he subrayado hasta qué punto el hombre
público necesita las cualidades más extrañas, algunas de ellas de apariencia
viciosa y aún no sólo de apariencia.
Son los cimientos subterráneos, las oscuras raíces que sustentan el
gigantesco organismo de un gran político.
Me importaba mucho poner al descubierto esas potencias demoniacas,
casi puramente zoológicas que proporcionan la energía necesaria para el
movimiento de tan enorme máquina como es uno de estos hombres creadores de
historia. En ninguna otra figura
humana, tanto como en el gran político, aparecen acusadas las facciones de
Titán. Y el Titán es, a la vez, más que
un hombre y menos que un hombre. Se
hunde más hondamente que nuestra especie normal en los senos cósmicos, en lo
infrahumano, donde sus raíces absorben las ígneas substancias de que se nutre
la vida toda antes de ser vida, es decir, organización, regla, orden,
norma. Y esta profundidad de sus
cimientos le da fuerzas para sobrepasar la línea humana y llegar más allá,
acercarse a las estrellas. En las
figuras de Miguel Ángel aparece magníficamente esta doble condición superlativa
del Titán: sus hombres son ya un poco dioses y todavía un poco chivos.
Ahora bien; NO hay creación en ningún orden sin cierta dosis de
titanismo -que es, en verdad, la ausencia de dosis, el absoluto lujo de
vitalidad.
Me importaba, digo, subrayar esto, porque NO creo posible la salvación
de Europa si no se decide la humanidad de Occidente, perforando todos los
prejuicios y remilgos de una vieja civilización, a buscar el contacto inmediato
con la más nuda realidad de la vida, es decir, a aceptar ésta íntegramente en
todas sus condiciones, sin aspavientos de un artificioso pudor. Durante siglos se ha obstinado Europa en
evitar ese sincero reconocimiento.
Una
hipocresía radical nos ha llevado a no querer ver de la vida lo que las
sucesivas morales declaraban indeseable, como si esto bastase para poder
prescindir de ellas. No se trata de
pensar que todo lo que es, puesto que es, además debe ser, sino
precisamente de separar, como dos mundos diferentes, lo uno y lo otro. Ni lo que es, sin más debe ser,
ni, viceversa, lo que no debe ser, sin más no es.
Ningún otro continente se ha mostrado tan ligero, tan frívolo, tan
pueril como el europeo en dar por NO existente lo fatal. A esto se debe, en buena parte, la perpetua
inquietud de su historia. Al adoptar
posturas que NO encajan en el marco de condiciones inexorables impuestas a la
vida, se hacía ésta imposible y forzoso otra colocación, y así
sucesivamente. La quietud de Asia, su
mayor asiento sobre el haz de la existencia, procede, sin duda, de falta de
heroísmo y de entusiasmo, pero a la vez de que se haya mejor engastada en el
soporte último de la vida.
Asia es conformista: para ella lo que es, debe ser. Europa es reformista: para ella lo que no
debe ser, no es. Si algún sentido
trascendente tiene el hecho de la convivencia intercontinental que caracteriza
al siglo presente, será, a no dudarlo, hacer posible el mutuo complemento de
esas dos tendencias exclusivas: la reforma emanada de una previa conformidad
con lo real; la modificación ideal de la vida, que parte de haber reconocido
previamente sus condiciones.
He aquí por qué me ha parecido de alguna oportunidad quitar la piel al
gran hombre político y mostrar, como en preparación anatómica, sus músculos
rojos, sus venas azules, sus tendones lívidos.
Pero claro es que ninguna de esas fuerzas zoológicas -sin las que no se
da el gran político- son su política.
VII
Hay un sentido de la palabra “política” que me parece la cima de su
complejo significado y que es, a mi juicio, la dote suprema que califica al
genio de ella, separándolo del hombre público vulgar. Si fuese forzoso quedarse en la definición
de la política con un solo atributo yo no vacilaría en preferir éste:
política es tener una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en una
nación.
Refirámonos a España, para evitar movernos en puras expresiones
abstractas. Supongamos que alguien nos
dice: “En España hay que afirmar el principio de autoridad y hay que hacer
economías”. Está bien: yo no niego que
convenga hacer ambas cosas; pero niego que eso sea una política en el mejor
sentido de la palabra. Por una razón
para mí decisiva: la autoridad y las economías que se recomienda (sic) hacer se
hacen en el Estado español, no en la nación española. Y esta distinción es, en mi entender, lo
decisivo.
El Estado no es más que una máquina situada dentro de la nación para
servir a ésta. El pequeño político
tiende siempre a olvidar esta elemental relación, y cuando piensa lo que debe
hacerse en España, piensa, en rigor, sólo lo que conviene hacer en el Estado y
para el Estado. Las economías no se
hacen en España, sino en el Estado, y por muy importante que sea el lograrlas,
carecen por sí mismas de verdadero valor nacional. Parejamente, la autoridad es necesaria como
condición previa para que la máquina Estado funcione; pero con poseerla no se ha
hecho nada importante.
La cuestión empieza cuando nos preguntamos: esa máquina del Estado, con sus economías y su autoridad, ¿Cómo va a funcionar, a actuar sobre la nación? Esto es lo decisivo: la realidad histórica efectiva es la nación y no el Estado. El gran político ve siempre los problemas del Estado al través y en función de los nacionales. Sabe que aquél es tan sólo un instrumento para la vida nacional. Inversamente, el pequeño político, como se encuentra con el Estado entre las manos, tiende a tomarlo demasiado en serio, a darle un valor absoluto, al desconocer su sentido puramente instrumental[10].
Este error lleva a tergiversar por completo la esencial cuestión. Yo veo que casi todo el mundo -autoritarios como radicales- moviliza su intelecto en esta falsa dirección: ¿Cómo es posible crear en España un Estado lo más perfecto que quepa imaginar? (Para el autoritario y para el radical la perfección del Estado consiste en cualidades divergentes; pero el propósito es común: lograr un Estado perfecto). Para quien piensa que la perfección del Estado se haya fuera de él, en la perfección del cuerpo nacional, el pensamiento político tiene que volver del revés la cuestión: ¿Cómo hay que organizar el Estado para que la nación se perfeccione?
La distinción no es ociosa ni utópica. Llega nuestro pueblo a un punto en que se ve forzado a inventar instituciones, esto es: una figura de Estado. La solución variará sobremanera según se haye dispuesto a ver el problema en una u otra forma. Rusia e Italia han preferido equivocarse y en vez de innovar profundamente[11] han seguido la tradición utópica de los dos últimos siglos: han preferido el fantasma transitorio de un Estado “perfecto” al porvenir de una nación vigorosa y saludable. Yo deseo para nuestra España una solución inversa, más completa y de más larga perspectiva.
En definitiva, quien vive es la nación. El Estado mismo, que tan fecundamente puede actuar sobre ella, se nutre, a la larga, de sus jugos. La gran política se reduce a situar el cuerpo nacional en forma que pueda fare da se. Ya veremos, cuando pase algún tiempo, el resultado de esas soluciones que se proponen lo contrario: suspender toda espontaneidad nacional e intentar, fare dallo Stato, vivir desde el Estado[12].
Cabría decir que un Estado es perfecto cuando, concediéndose a sí mismo el minimun de ventajas imprescindible, contribuye a aumentar la vitalidad de los ciudadanos. Si nos abstraemos de esto último, si nos ponemos a dibujar un Estado perfecto en sí mismo, como puro y abstracto sistema de instituciones, llegaremos inevitablemente a construir una máquina que detendrá toda la vida nacional. Como siempre, esta reductio ab absurdum nos sirve para descubrir el error que hay en esa dirección del pensamiento político.
(Lo mismo deberíamos decir decir acerca del Mercado, el gemelo siamés del Estado: Las Mega Empresas deberían concederse el mínimum de ventajas para NO suspender la vital espontaneidad ciudadana. He ahí la trampa del argumento del Byejo Pepe. Hay Mega Empresas que tienen MÁS Poder que Estados completos. Los Trusts norteamericanos doblegaron al Presidente Wilson, obligándolo a Crear la FED en 1913, por ejemplo. Nota del editorzuelo)
En la historia triunfa la vitalidad de las naciones, no la perfección formal de los Estados. Y lo que debe ambicionarse para España en una hora como ésta es el hallazgo de instituciones que consigan al máximum de rendimiento vital (vital, no sólo civil) a cada ciudadano español.
Pero se comprende la dificultad enorme que la política en este
excelente sentido encierra. Supone
ideas claras y precisas sobre la situación histórica de los españoles, sobre
las virtudes que tienen (y aun les sobran) y las que les faltan, sobre la
estructura social efectiva de nuestro país.
Temas tan delicados encuentran ante sí la avalancha de los tópicos de
café, y angustia advertir el número escasísimo de personas que han pensado en
serio y directamente sobre ellas.
VIII
No se imputará al autor de este ensayo tendencia a intelectualizar la
figura del político. Más bien he
procurado exagerar lo que hace de éste una especie de hombre opuesta a la del
intelectual. Pero ya se ve: si en sus
cimientos orgánicos y en su mecanismo psicológico es el político la fórmula
inversa del hombre destinado a la intelección, no será gran político si
no posee una política de altamar, de poderosa envergadura y larga travesía, si
no ha tenido la revelación de lo que con el Estado hay que hacer en una nación. Ahora bien: esta clarividencia es obra de
intelecto y parece, por tanto, ilusorio creer que el político puede serlo sin
ser, a la vez, en no escasa medida, intelectual.
Esta nota de intelectualidad, como un fuego de San Telmo, corona la
enérgica figura del hombre de acción, es, a
mi juicio, el síntoma que distingue al político egregio del vulgar
(animalote) gobernante. Porque esos
otros ingredientes, sin duda brutales, que constituyen su soporte vital, su
peana psicofisiológica, aparecen en no pocos individuos. Casi todos los hombres de acción los
poseen. Pero éste es, a mi juicio, el
error: creer que un político es, sin más ni más, un hombre de acción y no
advertir que es el tipo de hombre menos frecuente, más difícil de lograr,
precisamente por tener que unir en sí los caracteres más antagónicos, fuerza
vital e intelección, impetuosidad y agudeza.
De la mente clarísima se derrama entonces sobre las potencias inferiores
que sirven a la acción un extraño fluido que las unge y fertiliza, prestándoles
una gracia elevada, una elasticidad y un ritmo tan certero, que alejan de ellas
la tosquedad, la barbarie en que consisten.
En esto, como en todo lo que al político se refiere, es el mayor
ejemplo César. Su perfil prodigioso
puede valer como paradigma de género y dosis de intelectualidad que aquí se
exige al gran político. Compáresele con
Mario, con Pompeyo, con Marco Antonio, fila espléndida de fogosos animales
humanos. A todos les falta la llamita
de San Telmo que produce en las cimas la combustión del espíritu. Ninguna visión ni previsión les visita. Son enormes autómatas bajo el Destino. En César, el Destino no cae desde fuera,
sino que va en él, que él lo lleva y lo es.
Porque en ello radica el señorío supremo que ha sido otrogado al
espíritu. Como todo en el universo,
avanza él también sometido al Destino.
(Lo que no es Destino es sólo frivolidad). Pero el espíritu de ese Destino, lo hiere y
traspasa con su dardo de comprensión.
Comprender es captar. Destino
comprendido. Destino capturado,
domesticado. César lo lleva junto al
flanco como un can dócil.
Es César un caso ejemplar de agudeza intelectual. En su tiempo nadie veía en torno más que
problemas de cariz insoluble. César vio
la solución clara, radiante, fecunda. Y
esta solución brotaba sencillamente de una rigorosa comprensión analítica de lo
que era la sociedad romana en aquel instante, de lo que podía ser, de lo que no
podía ya ser[13]. Como casi todas las grandes soluciones, tuvo
ésta un aspecto paradójico. Los males
de Roma -todo el mundo, y principalmente los conservadores insistían en ello-
eran oriundos de la fabulosa expansión a la que el poderío romano había
llegado. Por eso los conservadores
demandaban la cesación de todo nuevo crecimeinto. La solución de César -que los siglos
han comprobado en una experiencia milenaria- fue estrictamente
contraria: la ilimitada ampliación, el Imperio Universal, la inclusión
en el orbe romano del intacto occidente –que era entonces, frente a las viejas
naciones orientales, la tierra nueva, la América de los antiguos.
Pero esta solución, que se deja comprimir como un medicamento en
fórmula tan simple, supone un vasto análisis de la situación histórica a que
Roma había llegado, un exquisito sopesamiento de las fuerzas que integraban la
sociedad, una audaz resolución visual que le permitió ver la forma del Estado
romano, aun vigente, instalada, consagrada como un mísero pasado que se
sobrevivía. Para mí es este poder de
reconocer lo muerto en lo que parece vivir el rasgo sobresaliente de una
genialidad política.
En el caso de César, repito, se encuentra a la intemperie y
paradigmáticamente, esa intuición de lo que con el Estado hay que hacer en una
nación.
En Mirabeau, que tan al aire ostenta las fuerzas titánicas del
político, aparece menos evidente ese elemento de inspiración. No porque le faltase. Ya hemos notado la certidumbre y seguridad
con que, desde luego, penetra el Destino de Francia. Pero en 1780, lo que había que hacer con el
Estado en la nación era relativamente poco.
La nación había llegado a un momento de salud plenaria, de riqueza moral
y material. Cinco, seis siglos de
labranza habían puesto en actividad histórica la casi totalidad del pueblo
francés. La civilización, rezumando de estrato
en estrato, había fecundado casi hasta las últimas capas sociales. Lo que había que hacer con el Estado
era muy sencillo: quitarlo, reducirlo a su mínima expresión, interponerlo lo
menos posible entre los individuos, hacer que fuese como la imagen virtual
de la sociedad misma al mirarse en el gran espejo de la autoridad. Esto fue la Democracia -el gobierno de la
sociedad por la sociedad.
César tenía que hacer más. Era
preciso reorganizar, con el Estado, la misma sociedad. Su muerte prematura dejó la trayectoria de
su pronóstico tan sólo iniciada, pero con unas y otras infidelidades, eso vino
a ser la política del Imperio, que poco a poco plasmó una nueva sociedad[14].
Para mí el caso de la España actual plantea un problema de pareja
índole. Lo que hay que hacer no es
tanto ni por sí un Estado ad hoc -como en tiempos de Mirabeau-, cuanto
una sociedad nueva. Para ello, claro
está, es preciso un nuevo Estado; pero la misión que ha de servir y que
ha de orientar la mente cuando aspira a inventarlo no se haya en él mismo, si
no en sus efectos para transformar la sociedad actual española,
prácticamente paralítica, en una nueva sociedad dinámica.
Esta situación no es peculiar de España. Con factores adyacentes muy distintos, que
obligarían a reconocer grandes diferencias, la situación es la misma en las
demás naciones europeas. En ninguna de
ellas -y al revés que en Francia hacia 1780- la sociedad se encuentra sobrada
de potencias para afrontar la existencia actual. Son pueblos muy viejos, y la vejez se
caracteriza por la acumulación de órganos muertos, de materias córneas; crecen
uñas, cabellos, callosidades en detrimento del nervio y del músculo. Porciones enteras del organismo han caído en
anquilosis. Así va Europa, nave cargada
de obra muerta que un largo pretérito ha depositado en sus flancos y
quilla. ¡Difícil navegación! Es preciso aligerar la nave; volver a lo
claro y esencial -ser puro músculo y nervio y tendón. La reforma tiene que ser primariamente de la
sociedad, a fin de obtener un cuerpo público sobremanera elástico, capaz de
brincar sobre continentes -América, Asia, África[15].
¿Será posible empresa tal? Por lo menos es evidente que en el visible
horizonte de Europa falta el tipo de hombre político capaz de inspiraciones
suficientemente agudas que pongan en la pista de lo que hay que hacer. Conforme adelanta la historia de un pueblo o
grupo de pueblos va siendo más insólita la figura del verdadero político. La razón no es arcana. En las edades primeras las sociedades, sin
pasado tras sí, son de estructura más sencilla y su análisis más fácil. El hombre de acción no ha menester de gran
vigor intelectual para descubrir lo que hay que descubrir. Pero en el progreso de los tiempos la
sociedad se complica y los políticos necesitan ser cada vez más intelectuales,
quiérase o no. Ahora bien: la
dificultad de unir lo uno con lo otro, la inverisimilitud de que en un hombre
coincidan ambas dotes opuestas, va creciendo progresivamente. Tanto, que en cierta hora, la última, la más
grave, cuando más falta hacían, no se encuentran. El que haya perseguido con alguna curiosidad
los últimos siglos de Roma habrá notado este trágico hecho: el gran político no
aparece. En vez de reconocer la
forzosidad de unir la fuerza con la inteligencia, se hacen ensayos de
exclusivismo, acentuando al extremo la dote de fuerza y se buscan puros hombres
de acción. Así se explica que en
aquella sazón de Roma moribunda, cuando más oportuno hubiera sido un César,
sólo encontramos a Estilicón, soldado.
Vanos son todos los intentos que ahora en Europa, como entonces en
Roma, se hacen para sacar avante naciones atascadas, eliminando de su dirección
la inteligencia. En una tribu
primigenia, aun en un pueblo saludable y simplemente bárbaro, fuera acaso
eficaz el propósito, pero en sociedades muy viejas no es la pretendida
simplificación de las cuestiones y los métodos la receta mejor.
Conviene dar nombre a esa forma de intelectualidad que es ingrediente
esencial del político. Llamémosla intuición
histórica. En rigor, con que poseyera
ésta le bastaría. Pero es muy poco
verosímil que pueda darse en una mente sin haber sido previamente aguzada por
otras formas de inteligencia ajenas por completo a la política. César, mientras pasa en su litera los Alpes,
compone un tratado de Analogía, como Mirabeau escribe en la prisión una
Gramática, y Napoleón, en su tienda de campaña, sobre la nieve rusa, el
minucioso Reglamento de la Comedia Francesa. Yo siento mucho que la veracidad me obligue
a decir que no creeré jamás en las dotes de un político de quien no haya oído
cosa parecida. ¿Por qué? Muy sencillo. Esas creaciones suplementarias y superfluas
son síntoma inequívoco de que esos hombres sentían fruición intelectual. Cuando una mente se goza en su propio
ejercicio y al audaz obligado añade el lujoso brinco -como el músculo del
adolescente que complica la marcha con el salto por pura delicia de gozar su
propia elasticidad-, es que posee su pleno desarrollo, que es capaz de todas
las penetraciones contemplativas.
No se pretenda excluir del político la teoría; la visión puramente
intelectual. A la acción, tiene en él
que preceder una prodigiosa contemplación: sólo así será una fuerza dirigida y
no un estúpido torrente que bate dañino los fondos del valle. Lindamente lo dijo, hace cinco siglos, el maestro
Leonardo: La teoría é il capitano e la prattica sono i soldati.”.
Primera edición: Tríptico, I: Mirabeau o el Político,
Revista de Occidente, Madrid, 1927.
Komentario final del editor: En una nota, el maeztro se anticipa en
varias décadas a los situacionistas en su crítica a “lo espectacular”,
aportando un nuevo aspecto a la kueztión: “...lo espectacular es retorno
al pasado o retención dentro de él”.
Podría decirse que es la esencia misma del konzepto ke akuñó Guy
Debord. Les hizo mucha falta
leerlo. En realidad, a todos.
Es más, da para komenzar el debate sobre el presente encerrado en sí
mismo y el presente abierto a la eternidad; entre el Fin de la Historia y la
biopolítica; entre la concepción cíclica o lineal del Tiempo; entre Utopía y Distopía;
entre teoría y praxis, donde konkluir ke ser humano es ser teórico, no es más
que una vuelta al viejo solipsismo, pero tampoco se puede admitir el
representacionismo facilista de ke las kosas son komo son y nada más. Es decir, para komenzar, o asummios nuestras respectivas
perspectivas y el principio de incertidumbre o no nos entenderemos.
[1] Se nota que es patriarkal. Hay ideales que son más que la realidad. Esta disputa entre ideal y realidad, me recuerda lo dicho por Balise Pascal sobre imaginación y Naturaleza: Antes se cansará la primera de conzebir que la segunda de suministrar. El Editorzuelo.
[2] No conozco ningún buen libro sobre Mirabeau. Sospecho que no existe. Pero basta para confirmar lo que digo, la biografía de Lois Barthou en la colección de Hachette Figuras du passé, 1913, que resume y completa las de Lomenie y Stern. Ortega y Gasset.
[3] La cuestión de las “frases” es más delicada e importante de lo que a primera vista parece. Quede ahora sin tocar; pero remito al lector al ensayo Fraseología y sinceridad, publicado en el tomo V de El Espectador. Ortega y Gasset.
[4] Y viceversa. Se ocupa del Universo, porke sabe con absoluta claridad de lo que es capaz hacer el Universo con todos nosotros y su íntima comunión con ÉL. El Editorzuelo.
[5] Así dice Barthou en su biografía. Pág. 66. Ortega y Gasset.
[6] También aquí se advierte la semejanza con la física. La gravedad de Newton es un resto de magia, porque actúa súbitamente, sin duración de tránsito. Toda la nueva física -la relativista- se propone evitar al subitaneidad del tránsito.
[7] Es un fraktal del Kosmos. El Editorzuelo.
[8] Recordemos lo ke dijo sobre La Humanidad, ke se comporta como la mujer ke se kaza con un artista por ser artista y después se enoja porke no se komporta komo un burgués. Lo dice, El Editorzuelo. ¡Buen chiste!
[9] ¿Por ké a mí no? El Editorzuelo.
[10] La frase “puramente instrumental”, me hace pensar en el PPD. El Editorzuelo.
[11] Las innovaciones son tanto más profundas, serias y sutiles cuanto menos espectaculares sean. En política, lo espectacular es romanticismo, retorno al pasado o retención dentro de él. Nota de Ortega y Gasset.
[12] Komparar esta idea kon la de Bakunin kuando dixe ke el Estado es el cementerio al que va a morir la vida personal. El Editorzue.lo
[13] Sobre el asunto véase la nota titulada Sobre la muerte de Roma, en El Espectador, tomo VI. Ortega y Gasset.
[14] Los sucesores de César fueron, sin embargo, incapaces de innovar hasta el fondo, y por eso el Imperio nació ya herido de muerte. El problema de Europa hoy, si quiere sobrevivir, está en evitar una solución como la del Imperio romano.. Nota de Ortega y Gasset.
[15] ¡La pila! Por lo de Triple AAA. Ké güen shiste. Nota del editorzuelo.
¡ME PERSIGUE EL 24 EN MI EXISTENCIA!
ResponderEliminarTENGO IMPAGABLES DEUDAS ASOCIADAS AL DÍA 24 DE VARIOS MESES EN VARIOS SIGLOS, EN VARIOS MUNDOS.
¡SON LAS 4:20, DEL MIÉRKOLEZ 24 DE JULIO DE 2013! EN POCOS DÍAS MÁS SE REALIZARÁ UNA IMPORTANTE REUNIÓN EN VALPARAÍSO, CIUDAD NATAL Y DONDE RESIDO ACTUALMENTE, LLENO DE DEUDAS, ODIADO POR MIS SUEGROS Y HASTA MIS PADRES, DONDE VIVO DE ALLEGADO, PEROLO ÚNICO QUE PUEDO HACER ES COPIAR Y COPIAR TEXTOS, PARA QUE LA GENTE SE DE CUENTA QUE ESTO EN QUE ESTAMOS METIDOS ES UN ETERNO RETORNO Y QUE SÓLO PODREMOS SALIR DE ÉL SABIENDO MÁS Y NO MENOS DE LO QUE NOS TRAJO HASTA ACÁ, TAL COMO DIJO ALBERTO EINSTEIN.
LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD DE COMENZAR A CONSTRUIR UNA VERDADERA REPÚBLICA EN CHILE SE JUEGA Y SE PIERDE, DÍA A DÍA, POR NO SABER LO TRANSCRITO MÁS ARRIBA, EN LA CANDIDATURA DEL CÁNDIDO MARCEL HENRI CLAUDE (¿POR KÉ SU NOMBRE ES FRANCÉS?).
OJALÁ MI PLUMA FUESE TAN INFLUYENTE COMO LA DE MARAT. YA SOY AMIGO DEL MEJOR PINTOR DE MI TIEMPO.
DEDICADO , CON TODA MI ALMA, A MADAME YUPANKY: LA QUE NO CONCEDE FAVORES.
NO ES QUE TU PLUMA NO SEA INFLUYENTE, ES QUE LA GENTE NO QUIERE SER INFLUIDA POR NADIE.
ResponderEliminarLOS TIEMPOS CAMBIAN Y NO PARA MEJOR. :(