LA AsCo NO ES LA PANACEA A TODOS LOS MALES.
EXTENZIÓN DEL ANTERIOR POSTEO.
MUCHAS GRACIAS POR DIFUNDIR.
MUCHAS GRACIAS POR DIFUNDIR.
EL OCASO DE LAS REVOLUCIONES
"El sábado por causa del hombre es
hecho;
no el hombre por causa del
sábado".
San Marcos, 2, 27.
El espíritu de cada generación depende
de la ecuación que esos dos ingredientes formen, de la actitud que ante cada
uno de ellos adopte la mayoría de sus individuos. ¿Se entregará a lo recibido, desoyendo las
íntimas voces de lo espontáneo? ¿Será
fiel a ésta e indócil a la autoridad del pasado? Ha habido generaciones que sintieron una
suficiente homogeneidad entre lo recibido y lo propio. Entonces se vive en épocas cumulativas. Otras veces han sentido una profunda
heterogeneidad entre ambos elementos y sobrevinieron épocas eliminatorias y
polémicas, generaciones de combate. En
las primeras, los nuevos jóvenes, solidarizados con los viejos, se supeditan a
ellos: en la política, en la ciencia, en las artes siguen dirigiendo los
ancianos. Son tiempos de viejos. En las segundas, como no se trata de
conservar y acumular, sino de arrumbar y sustituir, los viejos quedan barridos
por los mozos. Son tiempos de jóvenes,
edades de iniciación y beligerancia constructiva.
Este ritmo de épocas de senectud y
épocas de juventud es un fenómeno tan patente a lo largo de la historia, que
sorprende no hallarlo advertido por todo el mundo. La razón de esta inadvertencia está en que
no ha intentado aún formalmente la instauración de una nueva disciplina
científica, que podría llamarse metahistoria, la cual sería a las historias
concretas lo que es la fisiología a la clínica. Una de las más curiosas investigaciones
metahistóricas consistiría en el descubrimiento de los grandes ritmos
históricos. Porque hay otros no menos
evidentes y fundamentales que el antedicho; por ejemplo, el ritmo sexual. Se insinúa, en efecto, una pendulación en la
historia de épocas sometidas al influjo predominante del varón a épocas
subyugadas por la influencia femenina. Muchas instituciones, usos, ideas, mitos,
hasta ahora inexplicados, se aclaran de manera sorprendente cuando se cae en la
cuenta de que ciertas épocas han sido regidas, modeladas, por la supremacía de
la mujer. Pero no es ahora ocasión
adecuada para internarse en esta cuestión.
Pues bien, una vida que encuentra más
interesante y valioso su propio ejercicio que esas finalidades antaño ceñidas
de sin par prestigio, dará su esfuerzo al aire jovial, generoso y algo burlón
que es propio del deporte. Disminuirá
en lo posible el gesto triste del trabajo que pretende justificarse con
patéticas consideraciones sobre los deberes humanos y la sagrada labor de la
cultura. Hará sus espléndidas
creaciones como en broma y sin darles grande importancia. El poeta tratará su propia arte con la punta
del pie, como un buen futbolista. El
siglo XIX tiene de extremo un amargo gesto de día laborioso. Hoy, la gente joven parece dispuesta a dar a
la vida un aspecto imperturbable de día feriado.
No sería difícil mostrar en el orden
político indicios de una variación parecida.
La nota más evidente de la política europea en estos años es su
depresión. Se hace menos política que
en 1900; se hace de ella la felicidad, y comienza a juzgarse un poco pueril que
nuestros abuelos se dejasen matar en barricadas por esta o la otra fórmula de
derecho constitucional. Mejor dicho, lo
que hoy parece estimable de aquellas frenéticas escenas es sólo el generoso
impulso que los llevaba a buscar la muerte.
El motivo, en cambio, se nos antoja liviano. La "libertad" es una cosa muy problemática
y de valor sumamente equívoco; en cambio, el heroísmo, ese sublime ademán deportivo
conque el hombre arroja su propia vida fuera de sí, tiene una gracia vital
inmarcesible. La historia pública de
los últimos ciento cincuenta años nació en el juramento del Juego de la Pelota. Recuérdense los cuadros
que reprodujeron el ilustre espectáculo; recuérdense los gestos de alta
patética conque aquellos diputados realizaron su acción gloriosa. El acto mismo –un juramento– revela que se
daba a la política una importancia religiosa.
¿Quién no advierte la distancia a que nos hallamos de tal manera de
sentir? Pero, repito, no se trata de
que los principios políticos hayan perdido valor y significación. La libertad sigue pareciéndonos una cosa
excelente; pero no es más que un esquema, una fórmula, un instrumento para la
vida. Supedita ésta a aquélla,
divinizar la idea política, es idolatría.
Los valores de la cultura no han
muerto, pero sí han variado de categoría.
En toda perspectiva, cuando se introduce un nuevo término, cambia la
jerarquía de los demás. Del mismo modo,
en el sistema espontáneo de valoraciones que el hombre nuevo trae consigo, que
el hombre nuevo es, ha aparecido un nuevo valor –lo vital–, que, por su simple
presencia, deprime los restantes. La
época anterior a la nuestra se entregaba de una manera exclusiva y unilateral a
la estimación de la cultura, olvidando la vida. En el momento en que ésta es sentida como un
valor independiente y aparte de sus contenidos, aunque sigan valiendo lo mismo
la ciencia, el arte y la política, valdrán menos en la perspectiva total de
nuestro corazón.
La física y la filosofía de Descartes
fueron la primera manifestación de un estado de espíritu nuevo, que un siglo
más tarde iba a extenderse por todas las formas de la vida y dominar en el
salón, en el estrado, en la plazuela.
Haciendo converger los rasgos de ese estado de espíritu se obtiene la
sensibilidad específicamente "moderna". Suspicacia y desdén hacia todo lo espontáneo
e inmediato. Entusiasmo por toda
construcción racional. Al hombre
cartesiano, "moderno", le será antipático el pasado, porque en él no
se hicieron las cosas more geometrico. Así, las instituciones políticas
tradicionales le parecen torpes e injustas.
Frente a ellas cree haber descubierto un orden social definitivo,
obtenido deductivamente por medio de la razón pura. Es una constitución esquemáticamente
perfecta, donde se supone que los hombres son "entes racionales" y
nada más. Admitido este supuesto
–"la razón pura" tiene que partir siempre de supuestos, como el
ajedrez–, las consecuencias son ineludibles y exactas. El edificio de conceptos políticos, así
elaborado, es de una "lógica" maravillosa, es decir, de un rigor
intelectual insuperable. Ahora bien, el
hombre cartesiano sólo tiene sensibilidad para esta virtud: la perfección
intelectual pura. Para todo lo demás es
sordo y ciego. Por eso, el pretérito y
el presente no le merecen el menor respeto.
Al contrario, desde el punto de vista racional, adquieren un aspecto
criminoso. Urge, pues, aniquilar el
pecado vigente y proceder a la instauración del orden social definitivo. El futuro ideal construido por el intelecto
puro debe suplantar al pasado y al presente.
Éste es el temperamento que lleva a la revoluciones. El
racionalismo aplicado a la política es revolucionarismo, y, viceversa, no es
revolucionaria una época si no es racionalista. No se puede ser revolucionario sino en la
medida en que se es incapaz de sentir la historia, de percibir en el pasado y
en el presente la otra especie de razón, que no es pura, sino vital.
La asamblea constituyente hace
"solemne declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, a fin de
que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo, pudiendo ser en
cada instante comparados con el fin de toda
institución política, sean más respetados, a fin de que las reclamaciones de
los ciudadanos, fundadas en adelante sobre principios simples e
indiscutibles", etc. Diríase que
leemos una tratado de geometría. Los hombres de 1790 no se contentaban con
legislar para ellos: no sólo decretaban la nulidad del pasado y del presente,
sino que suprimían también la historia futura decretando cómo había de ser
"toda" institución política.
Hoy nos parece demasiado petulante esta actitud. Además, nos parece estrecha y ruda. El mundo se ha hecho a nuestros ojos más
complejo y vasto. Empezamos a sospechar
que la historia, la vida, ni puede ni 'debe' ser regida por principios como los
libros matemáticos.
Es inconsecuente guillotinar al
príncipe y sustituirle por el principio.
Bajo éste, no menos que con aquél, queda la vida supeditada a un régimen
absoluto. Y esto es, precisamente, lo
que no puede ser: ni el absolutismo racionalista –que salva la razón y nulifica
la vida–, ni el relativismo, que salva la vida evaporando la razón.
La sensibilidad de la época que ahora
comienza se caracteriza por su insumisión a ese dilema. No podemos satisfactoriamente instalarnos en
ninguno de sus términos.
La intención de este ensayo era
demostrar que la raíz del fenómeno revolucionario ha de buscarse en una
determinada afección de la inteligencia.
Taine rozó esta idea al enumerar las causas de la gran revolución; mas,
por otra parte, anuló su agudo descubrimiento, creyendo que se trataba de una
modalidad peculiar al alma francesa. No
vio que se trataba de una forma histórica que, al menos en Occidente, tiene
carácter general. En nuestra parte del
mundo, todo pueblo, cuyo desarrollo no haya sido violentamente perturbado,
llegó en su evolución intelectual a un estadio racionalista. Cuando el racionalismo se ha convertido en
el modo general de funcionar de las almas, el proceso revolucionario se dispara
automáticamente, ineludiblemente. No se
origina, pues, en la opresión de los inferiores por los de arriba, ni en el
advenimiento de una supuesta sensibilidad para una más exquisita justicia
–creencia de suyo racionalista y antihistórica–, ni siquiera de que nuevas
clases sociales cobren pujanza suficiente para arrebatar el poder a las fuerzas
tradicionales. De estas cosas, a lo
sumo, son algunos hechos concomitantes del espíritu revolucionario, y, en vez
de ser su causa, son también su consecuencia.
Este origen intelectual de las
revoluciones recibe elegante comprobación cuando se advierte que el
radicalismo, duración y modo de aquéllas son proporcionales a lo que sea
inteligencia dentro de cada raza. Razas poco inteligentes son poco
revolucionarias. El caso de España
es bien claro: se ha dado y se dan extremadamente en nosotros todos los otros
factores que se suelen considerar decisivos para que la revolución
explote. Sin embargo, no ha habido
propiamente espíritu revolucionario. Nuestra inteligencia étnica ha sido siempre
una función atrofiada que no ha tenido un normal desarrollo. Lo poco que ha habido de temperamento
subversivo se redujo, se reduce, a reflejo del de otros países. Exactamente lo mismo que acontece con
nuestra inteligencia: la poca que hay es reflejo de otras
culturas.
El caso de Inglaterra es muy
sugestivo. No se puede decir que el
pueblo inglés sea muy inteligente. Y no es que le falte inteligencia, es que no le
sobra. Posee la justa, la que
estrictamente hace falta para vivir.
Por eso mismo, su era revolucionaria ha sido la más moderada y teñida
siempre de un matiz conservador.
Lo propio aconteció en Roma. Otro pueblo de hombres sanos y fuertes, con
gran apetito de vivir y mandar, pero poco inteligentes. Su despertar intelectual es tardío y se
produce en contacto con la cultura griega.
Para la opinión que aquí sustento, tiene sumo interés preguntarse cuándo
llegan a Roma las "ideas" de Grecia y cuándo comienza la
revolución. Una coincidencia de ambas
fechas sería de un valor probatorio excepcional.
Como es sabido, la era revolucionaria romana empieza en el siglo II a. de J.C., en
tiempos de los Gracos[1].
Por entonces, la situación típica de
Roma es exactamente la misma que la de Grecia en el siglo VII–VI y la de
Francia en el XVIII. El cuerpo
histórico de Roma ha llegado a la plenitud de su desarrollo interior; Roma es
ya lo que va a ser hasta el fin. Han
comenzado las primeras grandes expansiones.
Como Grecia a los persas, Francia e Inglaterra a España, Roma ha anulado
el imperialismo cartaginés. Sólo hay
una diferencia: el intelecto romano es aún tosco, labriego, bárbaro,
medieval. Un gran sentido para la
urgencia práctica, la falta de agilidad mental, hacen que el romano no sienta
esa específica fruición en el manejo de las ideas que caracteriza a los pueblos
más inteligentes, como el griego y el francés.
Hasta la época de que ahora hablo, se había perseguido en Roma con saña
toda ocupación puramente intelectual.
El gesto convencional de odio, de desdén al arte y al pensamiento durará
hasta Augusto. Aun Cicerón cree forzoso
disculparse porque, en vez de asistir al Senado, permanece en su villa
escribiendo un libro.
Sin embargo, la resistencia es
vana. La inteligencia del labriego
romano, torpe y lenta, obedece al ciclo inexorable, y, al menos en forma
receptiva, despierta un día. Es hacia
el 150 a.
de J.C. que, por primera vez, hay en Roma un círculo selecto que se entrega con
entusiasmo a la cultura griega, desdeñando la hostilidad de la masa
tradicionalista. Este círculo es el más
ilustre, el de más alta jerarquía social que hay en la República. Escipión Emiliano, el
destructor de Cartago y Numancia, es el primer romano noble que sabe hablar en
griego. El historiador Polibio y el
filósofo Panecio son sus consejeros habituales. En su tertulia se habla de poesía, de
filosofía, de nuevas técnicas militares (la ingeniería admirable que han
revelado las excavaciones de los campamentos numantinos). Como en Grecia, la desaparición de la Edad Media coincide con
la substitución de la promaquia o
batalla en forma de combates singulares por el cuerpo táctico de la falange,
comienza ahora en Roma la organización del ejército revolucionario en forma de cohortes. Mario, el Lafayette romano, será su
definitivo creador.
Escipión es un devoto sentimental de
las ideas utópicas que Grecia le envía.
Según parece, la frase Humanus sum, que va a dar luego el
"Soy hombre y nada humano me es
ajeno", suena por vez primera en su casa. Ahora bien, esa frase es el eterno lema del
cosmopolitismo humanitario que inventó una vez Grecia y que, a su tiempo, van a
reinventar los ideólogos franceses: Voltaire, Diderot y Rousseau. Esa
frase es el lema de todo espíritu revolucionario.
Pues bien, en este primer círculo
"helenista", "idealista", se educan los Gracos, promotores
de la primera gran revolución. Su
madre, Cornelia, es suegra y prima de Escipión Emiliano[2].
Tiberio Graco tuvo como maestros y amigos a dos filósofos: uno, el
griego Diofantes; otro, el itálico Blossius, ambos fanáticos de la ideología
política, constructores de utopías.
Después del fracaso de Tiberio se dirigió este último al Asia Menor,
donde conquistó al príncipe Aristónico para que hiciese con sus siervos y
colonos un ensayo de Estado utópico, la "Ciudad del Sol"[3], un falansterio como el de Fourier, una Icaria como la de Cabet.
Se repite, pues, en Roma el mismo
mecanismo, funcionan las mismas ruedas que en Atenas y en Francia. El
filósofo, el intelectual, anda siempre entre los bastidores
revolucionarios. Sea dicho en su
honor. Es él el profesional de la razón
pura, y cumple con su deber hallándose en la brecha antitradicionalista. Puede decirse que en esas etapas de
radicalismo –al fin y al cabo las más gloriosas de todo ciclo histórico–
consigue el intelectual el máximun de intervención y autoridad. Sus definiciones, sus conceptos
"geométricos" son la sustancia explosiva que, una vez y otra, hace en
la historia saltar las ciclópeas organizaciones de la tradición. Así, en nuestra Europa surge el gran
levantamiento francés de la abstracta definición que los enciclopedistas daban
del hombre. Y el último conato, el socialista, procede igualmente de la definición no
menos abstracta, forjada por Marx, del hombre que no es sino obrero, del
"obrero puro".
En el ocaso de las revoluciones van dejando las ideas de ser
un factor histórico primario, como no lo eran tampoco en la edad tradicionalista.
EPÍLOGO SOBRE EL ALMA DESILUSIONADA
El tema de este ensayo se reducía a
intentar una definición del espíritu revolucionario y anunciar su fenecimiento
en Europa. Pero he dicho al comienzo
que ese espíritu es tan sólo un estadio de la órbita que recorre todo gran
ciclo histórico. Le precede un alma
tradicionalista, le sigue un alma mística, más exactamente, supersticiosa. Tal vez el lector sienta alguna curiosidad
por conocer qué sea esa alma supersticiosa en que desemboca el período de las
revoluciones. Pero acaece que no es
posible hablar sobre el asunto de otro modo que largamente. Las épocas post-revolucionarias, tras una
hora muy fugaz de aparente esplendor, son tiempos de decadencia. Y las decadencias, como los nacimientos, se
envuelven históricamente en la tiniebla y el silencio. La historia practica un extraño pudor que le
hacer correr un velo piadoso sobre la imperfección de los comienzos y la
fealdad de las declinaciones nacionales.
Ello es que los hechos de la época "helenista" en Grecia, del
medio y bajo Imperio en Roma, son mal conocidos por los historiadores y apenas
sospechados por la generalidad de los cultos.
No hay, pues, manera de poder referirse a ellos en forma de breve
alusión.
Sólo a riesgo de malas interpretaciones
me atrevería a satisfacer la curiosidad del lector (¿hay en nuestro país
lectores curiosos?) diciendo lo siguiente:
El alma tradicionalista es un mecanismo
de confianza, porque toda su actividad consiste en apoyarse sobre la sabiduría
indubitada del pretérito. El alma
racionalista rompe esos cimientos de confianza con el imperio de otra nueva: la
fe en la energía individual, de que es la razón momento sumo. Pero el racionalismo es un ensayo excesivo,
aspira a lo imposible. El propósito de
suplantar la realidad con la idea es bello por lo que tiene de eléctrica
ilusión, pero está condenado siempre al fracaso. Empresa tan desmedida deja tras de sí
transformada la historia en un área de desilusión. Después de la derrota que sufre en su audaz
intento idealista, el hombre queda completamente desmoralizado. Pierde toda fe espontánea, no cree en nada
que sea una fuerza clara y disciplinada.
Ni en la tradición ni en la razón, ni en la colectividad ni en el
individuo. Sus resortes vitales se
aflojan, porque, en definitiva, son las creencias que abriguemos quienes los
mantienen tensos. No conserva esfuerzo
suficiente para sostener una actitud digna ante el misterio de la Vida y el Universo. Física y mentalmente, degenera. En estas épocas queda agostada la cosecha
humana, la nación se despuebla. No
tanto por hambre, peste u otros reveses, cuanto porque disminuye el poder
genésico del hombre. Con él mengua el
coraje viril. Comienza el reinado de la
cobardía –un fenómeno extraño que se produce lo mismo en Grecia que en Roma, y
aún no ha sido justamente subrayado. En
tiempos de salud goza el hombre medio de la dosis de valor personal que basta
para afrontar honestamente los casos de la vida. En estas edades de consunción, el valor se
convierte en una cualidad insólita que sólo algunos poseen. La valentía se torna profesión, y sus
profesionales componen la soldadesca que se alza contra todo poder público y
oprime estúpidamente el resto del cuerpo social.
Esta universal cobardía germina en los
más delicados e íntimos intersticios del alma.
Se es cobarde para todo. El rayo
y el trueno vuelven a espantar como en los tiempos más primitivos. Nadie confía de triunfar de las dificultades
por medio del propio vigor. Se siente
la vida como un terrible azar en que el hombre depende de voluntades
misteriosas, latentes, que operan según los más pueriles caprichos. El alma envilecida no es capaz de ofrecer
resistencia al destino, y busca en las prácticas supersticiosas los medios para
sobornar esas voluntades ocultas. Los
ritos más absurdos atraen las adhesiones de las masas. En Roma se instalan pujantes todas las
monstruosas divinidades del Asia que dos siglos antes hubieran sido dignamente
desdeñadas.
En suma: incapaz el espíritu de mantenerse por sí mismo en
pie, busca una tabla donde salvarse del naufragio y escruta en torno, con
humilde mirada de can, alguien que le ampare.
El alma supersticiosa es, en efecto, el can que busca un amo. Ya nadie recuerda siquiera los gestos nobles
del orgullo, y el imperativo de libertad, que resonó durante centurias, no
hallaría la menor comprensión. Al
contrario, el hombre siente un increíble afán de servidumbre. Quiere servir ante todo: a otro hombre, a un
emperador, a un brujo, a un ídolo.
Cualquier cosa, antes que sentir el terror de afrontar solitario, con el
propio pecho, los embates de la existencia.
Tal vez el nombre que mejor cuadra al
espíritu que se inicia tras el ocaso de las revoluciones, sea el de espíritu
servil.
EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO.
1925.
El Héroe
Aquí
tenemos, en cambio, un hombre que quiere reformar la realidad. Pero ¿no es él una porción de esa
realidad? ¿No vive de ella, no es una
consecuencia de ella? ¿Cómo hay modo de que lo que no es –el proyecto de una
aventura– gobierne y componga la dura realidad? Tal vez no lo haya, pero es un hecho que
existen hombres decididos a no contentarse con la realidad. Aspiran los tales a que las cosas lleven un
curso distinto: se niegan a repetir los gestos que la costumbre, la tradición,
en una palabra, los instintos biológicos les fuerzan a hacer. Estos hombres llamamos héroes. Porque ser
héroe consiste en ser uno, uno mismo.
Si nos resistimos a que la herencia, a que lo circunstante nos impongan
unas acciones determinadas es que buscamos asentar en nosotros, y solo en
nosotros, el origen de nuestros actos.
Cuando el héroe quiere, no son los antepasados en él o los usos del
presente quienes quieren, sino él mismo.
Y este querer él ser él mismo es la heroicidad.
No creo
que exista especie de originalidad más profunda que esta originalidad
“práctica”, activa del héroe. Su vida
es una perpetua resistencia a lo habitual y consueto. Cada movimiento que hace ha necesitado
primero vencer a la costumbre e inventar una nueva manera de gesto. Una
vida así es un perenne dolor, un constante desgarrarse de aquella parte de
sí mismo rendida al hábito, prisionera de la materia.
El
reformador, el que ensaya nuevo arte, nueva ciencia, nueva política, atraviesa,
mientras vive, un medio hostil, corrosivo, que supone en él un fatuo[4]…
Y el héroe pretende que un idea, un
corpúsculo menos que aéreo, súbitamente aparecido en su fantasía, haga explotar
tan oneroso volumen. El instinto de inercia y de conservación no lo puede
tolerar y se venga. Envía contra él al
realismo, y lo envuelve en una comedia.
El héroe anticipa el porvenir y a él apela. Sus ademanes tienen una significación
utópica. Él no dice que sea, sino que
quiere ser. Así la mujer feminista aspira a que un día las mujeres no necesiten ser
mujeres feministas. Pero el cómico
suplanta el ideal de las feministas por la mujer que hoy sustenta sobre su
voluntad ese ideal. Congelado y
retrotraído al presente lo que está hecho para vivir en una atmósfera futura,
no acierta a realizar las más triviales funciones de la existencia. Y la gente ríe. Presencia la caída del pájaro ideal al volar
sobre el aliento de un agua muerta. Y la
gente ríe.
La comedia es el género literario de los
partidos conservadores.
De querer ser, a creer que se es ya, va la
distancia de lo trágico a lo cómico.
Meditaciones del Quijote. 1914.
“LOS PERROS ROMÁNTICOS”2.0
EN AQUEL ENTONCES
YO TENÍA 38 AÑOS
Y ESTABA LOCO
HABÍA PERDIDO 1
PAÍS
PERO HABÍA GANADO
1 SUEÑO
Y SI TENÍA ESE
SUEÑO
LO DEMÁS NO
IMPORTABA
NI TRABAJAR NI
REZAR
NI ESTUDEAR EN LA
MADRUGADA
JUNTO A LOS PERROS
ROMÁNTICOS
NI TENER HIJOS
FUERA DEL AMOR
Y EL SUEÑO VIVÍA
EN EL VACÍO DE MI ESPÍRITU
UNA HABITACIÓN DE
MADERA
EN PENUMBRAS
EN 1 DE LOST
PULMONES DEL FRÍO ECUADOR
Y A VECES ME
VOLVÍA DENTRO DE MÍ
Y VISITABA EL
SUEÑO: ESTATUA LÍQUIDA ETERNIZANDO PALABRIAS
1 GUSANO BLANCO
RETORCIÉNDOSE EN EL AMOR
UN AMOR DES BOCADO
UN SUEÑO DENTRO DE
OTRO SUEÑO
Y LA PESADILLA ME
DECÍA: CRECERÁS
DEJARÁS ATRÁS LAS
IMÁGENES DEL DOLOR Y EL LABERINTO
Y OLVIDARÁS
PERO EN AKEL
MOMENTO CRECER HUBIERA SIDO 1 CRIMEN
ESTOY AKÍ, DIJE,
CON LOS PERROS ROMÁNTICOS…
(BOLAÑO ES EL CID:
AUN MUERTO, VENCIÓ EN MI KONRAZIÓN)
!!!!!!!!Y AQUÍ ME
VOY A QUEDAR¡¡¡¡¡¡¡¡
ME PODRÁN
DERROTAR, ¡PERO JAMÁS VENCER!
ZÓOLO YO PUEDO DARME POR VENXIDO.
ZÓOLO YO PUEDO DARME POR VENXIDO.
“Los perros románticos” de Bolaño
pretenden ser héroes en medio de una teleserie, una comedia.
Nueva y vieja política.
Lo general (abstracto, en el decir del filósofo Axel Kaiser, y ficcional) no es más que
un instrumento, un órgano para ver claramente lo concreto; en lo concreto está su fin, pero él es necesario. Mientras
sean para los españoles sinónimos la
idea general y lo irreal, lo vago, todo empeño de renacer fracasará. Porque cultura
no es otra cosa sino esa premeditada, astuta vuelta que se toma con el
pensamiento -que es generalizador- para
echar bien la cadena al cuello de lo concreto.
Por tanto, esta nueva política tiene que tener consciencia sí misma
y comprender que no puede reducirse a unos cuantos ratos de frívola peroración
ni a unos cuantos asuntos jurídicos, sino que la nueva política tiene que ser
toda una actitud histórica.
Esta es una diferencia esencial.
El Estado español y la sociedad española no pueden valernos igualmente
lo mismo, porque es posible que entren en conflicto, y, cuando entren en
conflicto, es menester que estemos
preparados para servir a la sociedad frente a ese Estado, que es sólo el
caparazón jurídico, el formalismo externo de su vida. Y si fuera, como es para el Estado español,
como para todo Estado, lo más importante el orden público, es menester que
declaremos con lealtad que no es para
nosotros lo más importante el orden público, que antes del orden público hay la vitalidad nacional.
Si tenéis algún deseo de entender bien nuestras aspiraciones y
queréis, desde luego, ser justos con aquello que hay de pretensión de novedad
en nuestros propósitos -no esperando a que hasta los ciegos lo tengan que
reconocer-, es necesario que toméis completamente en serio esa ampliación del
concepto “política” que acabo de exigir; que la realicéis en vuestro
pensamiento y advirtáis las consecuencias a que lleva.
Todas las labores que hasta ahora realizan todos los partidos se
reducen a preparar, conquistar y ejercer la actuación de gobierno. Política es, hasta ahora, sólo gobierno y
táctica para la captación de gobierno.
Sólo en parte, y en parte sólo, habremos de considerar como excepciones
el partido socialista y el movimiento sindical; que por esto son las únicas potencias de modernidad que
existen hoy en la vida pública española, y con las cuales nosotros nos
confundiríamos si no se limitaran, sobre todo el socialismo, a credos
dogmáticos con todos los inconvenientes para la libertad que tiene una religión
doctrinal.
Consideramos el Gobierno, el Estado, como
uno de los órganos de la vida nacional; pero no como el único ni siquiera el
decisivo. Hay que exigir a la máquina Estado, mayor, mucho mayor rendimiento de
utilidades sociales que ha dado hasta aquí; pero aunque diera cuanto idealmente
le es posible dar, queda por exigir mucho más a los otros órganos nacionales
que no son el Estado, que no es el Gobierno, que es la libre espontaneidad de
la sociedad.
De modo que nuestra actuación
política ha de tener constantemente dos
dimensiones: la de hacer eficaz la
máquina del Estado y la de suscitar, estructurar y aumentar la vida nacional en lo que es independiente del
Estado. Nosotros iremos a las villas y
a las aldeas, no sólo a pedir votos para obtener actas de legisladores y poder
de gobernantes, sino que nuestras propagandas serán a la vez creadoras de
órganos de socialidad, de cultura, de técnica, de mutualismo, en fin, de vida
humana en todos sus sentidos: de energía
pública que se levante sin gestos precarios frente a la tendencia fatal en todo
Estado de asumir en sí la vida entera de una sociedad.
Por esto es, en nuestra
opinión, “política” toda una actitud
histórica. La
Historia, según hoy se entiende, no es, en primer
término, la historia de las batallas, ni de los jefes de Gobierno, ni los
Parlamentos: no es la historia de los
Estados, que es el cauce o estuario, sino de las vitalidades nacionales, que
son los torrentes.
En nuestra historia tenemos
un rompimiento de la eficacia de los principios más íntimos e inalienables del pueblo,
de la tradición; en España es donde (aun aparte de cuestiones de ética y de
derecho) el tradicionalismo no puede ser nunca un punto de partida para la
política.
No hemos tenido maestros
ni se nos ha enseñado la disciplina de la esperanza. Hemos visto en torno, año tras año, la
miseria cruel del campesino, la tribulación del urbano, el fracaso sucesivo de
todas las instituciones sin que llegara hasta nosotros rumor alguno de
reviviscencia.
No creemos que sea una vanidad la resolución de dedicar buena
porción de nuestra energía -cuyos estrechos límites nos son harto conocidos- a
impedir que los españoles futuros se encuentren, como nosotros, con una nación
volatilizada. Por otra parte, no nos
sentimos de temperamento fatalista: al contrario, pensamos que los pueblos renacen y se constituyen cuando
tienen de ello la indómita voluntad.
Todavía más: cuando una parte de ese pueblo se niega reciamente a
fenecer. El brillo histórico, la
supremacía, acaso dependan de factores extraños al querer. Pero ahora no se trata de semejante
ornamentos. Nuestra preocupación
nacional es incompatible con cualquier nacionalismo. Nos avergonzaría desear una España
imperante, tanto como no querer imperiosamente una España en buena salud, nada
más que una España vertebrada y en pie.
Para este acto de incorporarse necesita la España vivaz una ideología
política muy clara y plenamente actual.
Tenemos que adquirir un pensamiento firme de lo que es el Estado, de qué
puede pedírsele y qué no debe esperarse de él.
Pero no basta con un principio político evidente. La organización nacional es una labor
concretísima; no consiste en un problema genérico, sino en cien cuestiones de
detalles: en esta institución y aquella comarca, este pueblo y aquella persona,
esta ley y aquel artículo. La
organización nacional nos parece justo lo contrario de la retórica. No puede fundarse más que en la competencia.
Por esta trágica convicción señores, nos preocupa tanto afirmar la necesidad de anteponer el salvamento de
nuestra vida a toda jurídica delicadeza, porque estamos en el fondo
convencidos de que tenemos muy poca vida, de que urge acudir a salvar esos últimos restos
de potencialidad española.
Y es claro que, bajo esta trágica convicción, el orden público, la paz jurídica no perderán
el carácter de cosas respetables, pero francamente se convertirán en
respetables nimiedades. Nuestro problema es mucho más grande, mucho
más hondo; no es vivir con orden, ¡es vivir primero!
VIEJA Y NUEVA POLÍTICA. 1914.
MIRABEAU O EL POLÍTICO.
La política de Mirabeau
era una política clara. Tan clara, que
el Continente no ha podido seguir durante todo un siglo otra política que la
anticipada genialmente por él. Ahora bien: una política es clara cuando su
definición no lo es. Hay que decidirse
por una de estas dos tareas incompatibles: o
se viene al mundo para hacer política o se viene para hacer definiciones. La definición es la idea clara, estricta,
sin contradicciones, pero los actos que inspira son confusos, imposibles,
contradictorios. La política, en cambio,
es clara en lo que hace, lo que logra y es contradictoria cuando se la
define. Recuérdese el dicho de Einstein
a propósito de la geometría, que es un puro sistema de definiciones. “Las
proposiciones matemáticas, en cuanto tienen que ver con la realidad, no son
ciertas, y en cuanto que son ciertas, no tienen que ver con la realidad”. La
física se parece mucho a la política, porque en ambas lo real ejerce su
imperativo sobre lo ideal o conceptual.
La política de Mirabeau,
como toda auténtica política postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración,
de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad. El impulso de 1789 era la nueva burguesía y
su credo racional; el freno era el pasado de Francia, resumido en la autoridad
real. Con motivo de la Declaración de los
Derechos, la magnífica definición abstracta en que fructifican dos siglos de
razón pura, Mirabeau dijo: “No somos
salvajes recién llegados a las riberas del Orinoco para formar una
sociedad. Somos una nación vieja, tal
vez demasiado vieja para nuestra época.
Tenemos un Gobierno preexistente, un rey preexistente, prejuicios preexistentes. Es preciso, en lo posible, acomodar todas
estas cosas a la Revolución
y salvar la subitaneidad del tránsito”.
¡La subitaneidad del tránsito!
¡Admirable expresión, que condensa todo el método político y diferencia
a éste de la magia![5]
El revolucionario es lo inverso de un político: porque al actuar obtiene
lo contrario de lo que se propone. Toda
Revolución, inexorablemente -sea ella roja, sea blanca-, provoca una
contrarrevolución. El político es el
que se anticipa a este resultado y hace a la vez, por sí mismo, la Revolución y la Contrarrevolución.
La Revolución era la Asamblea,
que Mirabeau dominaba. Necesitaba
también dominar la
Contrarrevolución, tenerla en su mano. Necesitaba el rey. De aquí su afán por penetrar en
Palacio. Pero los conservadores -rey,
aristocracia- son también definidores, como los radicales, y sentían repulsión
hacia Mirabeau. Es probable que los
desastres subsiguientes se hubiesen evitado aceptando la idea simplísima de
Mirabeau: unión de Palacio y Asamblea en un Ministerio de representantes. Los radicales hicieron imposible esta
decisión decretando la incompatibilidad del cargo de ministro con el de
diputado.
No es retórica, en cambio, su valor personal y el de la especie
propia al político, que es el valor ante
los encrespamientos multitudinarios.
Si entera la
Asamblea Nacional se levanta contra él, Mirabeau no se
inmuta, no pierde un quilate de serenidad; al contrario: su mente se aguza,
penetra mejor la situación, la hace transparente, la disocia en sus elementos y
pasa gentil al otro lado, llevando a la rastra, domesticada, aquella misma
Asamblea unos minutos antes tan arisca y tan fiera. (A esto llamaba él déterminer la troupeau).
Del león, pues, tendría la retórica y la melena; pero también el coraje,
la serenidad y la garra. (Este león
decía en un discurso al chacal Robespierre: “Joven: la exaltación de los principios no es lo sublime de los
principios”).
Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se
dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que
aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de
causas de la revolución. Francia estaba
mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho. Mirabeau lo percibe con toda evidencia y
quisiera convencer de ello al rey mediante el ministro Montmorin. Por eso escribe a éste: “Francia no se ha sentido nunca más fuerte ni más saludable,
intrínsecamente hablando, jamás ha estado tan cerca de desarrollar toda su
estatura. El único mal que hay es el
muy pasajero inconveniente de una Administración poco sistemática y el miedo
ridículo de recurrir a la nación para constituir la nación”.
Mirabeau no se apea de esto.
Había inexorablemente llegado el
tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma, y todo lo demás
eran zarandajas. Los expedientes y
arbitrismos que se proponían a Luis XVI en forma de despotismos ilustrados o
sin ilustrar, tiranías, dictaduras, le parecían puras superfluidades; peor: le
parecían caminos funestos. Con la
visión profética que abunda en sus locuciones, dijo a los palaciegos: “Así
se conduce un rey al patíbulo”.
No se comprende que mente tan sagaz confiase en que el rey habría de
reconocer la situación. La clave está
acaso en que Mirabeau, de espíritu liberal y democrático, era de alma y de raza
un noble. Ahora bien: el noble, por muy inteligente que sea,
por muy libre de prejuicios que se imagine,
suele padecer un fatal misticismo palatino.
Sin embargo, en aquel mismo
estadio histórico no había más que una posibilidad seria: la Monarquía constitucional. Mirabeau fue el único que vio esto sin
vacilaciones. Los demás, o eran
demasiado monárquicos, o demasiado constitucionales. Descartados aquéllos, por la violencia
popular, fueron éstos -los arrchirrevolucionarios, los radicales- quienes
hicieron fracasar la revolución. Pues
no debe olvidarse que la Revolución Francesa
-uno de los trozos más animados de la historia universal- fue un completo fracaso.
Los principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración. Fracasó porque en la Asamblea Nacional
no había más que un político auténtico que, además, desapareció en 1791. Mirabeau
sentía sumo desdén por aquellos colegas definidores, geómetras del Estado, que tenían la cabeza llena de fórmulas luminosas, tan luminosas, que los ofuscaban en el trato con las cosas. De ellos se decía: “Yo no he adoptado jamás
ni su novela ni su metafísica ni sus crímenes inútiles”.
Para mí el caso de la
España actual plantea un problema de pareja índole. Lo que hay que hacer no es tanto ni por sí
un Estado ad hoc -como en tiempos de
Mirabeau-, cuanto una sociedad nueva.
Para ello, claro está, es preciso un
nuevo Estado; pero la misión que ha de servir y que ha de orientar la mente
cuando aspira a inventarlo no se haya en él mismo, si no en sus efectos para transformar la sociedad actual española, prácticamente paralítica, en una nueva sociedad dinámica.
Esta situación no es peculiar de España. Con factores adyacentes muy distintos, que
obligarían a reconocer grandes diferencias, la situación es la misma en las
demás naciones europeas. En ninguna de
ellas -y al revés que en Francia hacia 1780- la sociedad se encuentra sobrada
de potencias para afrontar la existencia actual. Son pueblos muy viejos, y la vejez se
caracteriza por la acumulación de órganos muertos, de materias córneas; crecen
uñas, cabellos, callosidades en detrimento del nervio y del músculo. Porciones enteras del organismo han caído en
anquilosis. Así va Europa, nave cargada
de obra muerta que un largo pretérito ha depositado en sus flancos y
quilla. ¡Difícil navegación! Es preciso aligerar la nave; volver a lo
claro y esencial -ser puro músculo y nervio y tendón. La reforma tiene que ser primariamente de la
sociedad, a fin de obtener un cuerpo público sobremanera elástico, capaz de
brincar sobre continentes -América, Asia, África[6].
¿Será posible empresa tal?
Por lo menos es evidente que en el visible horizonte de Europa falta el
tipo de hombre político capaz de inspiraciones suficientemente agudas que
pongan en la pista de lo que hay que hacer.
Conforme adelanta la historia de un pueblo o grupo de pueblos va siendo
más insólita la figura del verdadero político.
La razón no es arcana. En las
edades primeras las sociedades, sin pasado tras sí, son de estructura más
sencilla y su análisis más fácil. El
hombre de acción no ha menester de gran vigor intelectual para descubrir lo que
hay que descubrir. Pero en el progreso
de los tiempos la sociedad se complica y los políticos necesitan ser cada vez
más intelectuales, quiérase o no. Ahora
bien: la dificultad de unir lo uno con lo otro, la inverisimilitud de que en un
hombre coincidan ambas dotes opuestas, va creciendo progresivamente. Tanto, que en cierta hora, la última, la más
grave, cuando más falta hacían, no se encuentran. El que haya perseguido con alguna curiosidad
los últimos siglos de Roma habrá notado este trágico hecho: el gran político no
aparece. En vez de reconocer la forzosidad de unir la fuerza con la
inteligencia, se hacen ensayos de exclusivismo, acentuando al extremo la dote
de fuerza y se buscan puros hombres de acción.
Así se explica que en aquella sazón de Roma moribunda, cuando más
oportuno hubiera sido un César, sólo encontramos a Estilicón, soldado.
Vanos son todos los intentos que ahora en Europa, como entonces en
Roma, se hacen para sacar avante naciones atascadas, eliminando de su dirección
la inteligencia. En una tribu
primigenia, aun en un pueblo saludable y simplemente bárbaro, fuera acaso
eficaz el propósito, pero en sociedades muy viejas no es la pretendida
simplificación de las cuestiones y los métodos la receta mejor.
Conviene dar nombre a esa forma de intelectualidad que es
ingrediente esencial del político.
Llamémosla intuición histórica. En rigor, conque poseyera ésta le
bastaría. Pero es muy poco verosímil
que pueda darse en una mente sin haber sido previamente aguzada por otras
formas de inteligencia ajenas por completo a la política. César, mientras pasa en su litera los Alpes,
compone un tratado de Analogía, como
Mirabeau escribe en la prisión una Gramática,
y Napoleón, en su tienda de campaña, sobre la nieve rusa, el minucioso Reglamento de la Comedia Francesa. Yo siento mucho que la
veracidad me obligue a decir que no creeré jamás en las dotes de un político de
quien no haya oído cosa parecida. ¿Por
qué? Muy sencillo. Esas creaciones suplementarias y superfluas
son síntoma inequívoco de que esos hombres sentían fruición intelectual. Cuando
una mente se goza en su propio ejercicio y al audaz obligado añade el
lujoso brinco –como el músculo del adolescente que complica la marcha con el
salto por pura delicia de gozar su propia elasticidad–, es que posee su pleno
desarrollo, que es capaz de todas las
penetraciones contemplativas.
No se pretenda excluir del político la teoría; la visión puramente
intelectual. A la acción, tiene en él
que preceder una prodigiosa contemplación: sólo así será una fuerza dirigida y
no un estúpido torrente que bate dañino los fondos del valle. Lindamente lo dijo, hace cinco siglos, el
maestro Leonardo: La teoría é il capitano e la prattica sono i soldati.”.
Primera edición: Tríptico, I: Mirabeau o el Político,
Revista de Occidente, Madrid, 1927.
Todos los libros son de mi maestro,
Don José Ortega y Gasset.
Comentario final del transcriptor: En una
nota, el maestro se anticipa en varias décadas a los Situacionistas en su
crítica a “lo espectacular”, aportando un nuevo aspecto a la cuestión: “...lo espectacular es retorno al pasado o retención dentro de él”. Podría decirse que es la esencia misma del
concepto que acuñó Guy Debord. Les hizo
mucha falta leerlo. En realidad, a
todos.
Es más, da para comenzar el debate sobre el
presente encerrado en sí mismo y el presente abierto a la eternidad; entre el
Fin de la Historia
y la biopolítica; entre la concepción cíclica o lineal del Tiempo; entre Utopía
y Distopía; entre teoría y praxis, donde concluir que ser humano es ser
teórico, no es más que una vuelta al viejo solipsismo, pero tampoco se puede admitir
el representacionismo facilista de que las cosas son como son y nada más, el
famoso “es lo que hay” y contentarse con ello, sumisamente. Es decir, y sólo para comenzar, o asumimos
nuestras respectivas perspectivas, responsabilizándonos de su presentación en
sociedad (bypaseando el representacionismo facilista con que la casta política
nos inmovilizó durante 232 años) y el principio de incertidumbre; o JAMÁS nos
entenderemos.
Segundo: La Revolución Francesa,
con su famosa Asamblea Constituyente, la primera de la Humanidad, es coetánea
de la Primera Revolución
Industrial, con máquinas a vapor (gracias familia Steam). Pues bien, nosotros contamos con Reactores
Atómicos, Vuelos Espaciales y Ordenadores Cuánticos, ¿y vamos a tener que retroceder
a un "dispositivo societal", una "Metodología" tan arcaica como es una Asamblea Constituyente?
La Asamblea Constituyente
NO es la panacea a todos los problemas que nos aquejan y ojo que acá sólo
estamos hablando de los de índole social, excluyendo los personales e íntimos,
el otro 50% de los problemas que nos aplastan.
La Asamblea Constituyente
es como decir: ¡Deja de lado tu notebook y vuelve al ábaco! Lo peor: Todo lo que está “a la altura de
los tiempos”, está contra nosotros.
Esta dicotomía entre la tecnología material
y la tecnología social nos habla de un desfase que a estas alturas de la Historia es fatal. Imprescindible es, en este preciso momento
de la Historia Universal,
una “pedagogía total” para socializar en meses lo que NO se socializó en 37
años: la idea de un ORDEN RECURSIVO, es decir, en permanente reconstrucción,
como la regeneración celular de todo SER VIVO.
En el fondo, que la máquina Estado comience a parecerse, de una vez por
todas, a la máquina llamada Cuerpo Humano.
Dicha labor sólo la puede emprender el “Neo Tercer Estado” que, al igual
como aquellos diputados del Tercer Estado francés en 1789, se juramentaron no
salir del Salón del Juego de la
Pelota, hasta crear un Nuevo Orden: El Estado Estudiantil. ¿Alguien quiere, necesita un lema? Del “gobernar es educar” de MacIver, al
“Educarse es gobernarse”. Si NO
comienzo por mí, ¿por dónde comenzará todo?
Debemos equiparar nuestra técnica material con la social: ¿Lograremos
crear el “Estado Cuántico”?
Para los Zen, el Maestro es un eterno
Estudiante. Si NO somos capaces de salir a las calles con
esta NEO actitud, NO sólo habremos fracasado en nuestro cometido de cambiar la
institucionalidad educativa, porque NO habremos cambiado el ethos educativo, la actitud a partir de
la cual se elabora la institucionalidad educativa, lo que se entiende socialmente
por ella; sino que además habremos malversado las ilusiones de millones de
personas que ven en este movimiento la última oportunidad de cumplir las
expectativas del viejo lema revolucionario: El lema «Liberté, égalité,
fraternité» («Libertad, igualdad, fraternidad»), que procede del lema no
oficial de la Revolución
de 1789 «Liberté, égalité ou la mort» («Libertad, igualdad o la muerte»). Fuente: Wikipedia.
Otra cita de mi viejo maestro: “Nuestra
generación parece un poco remisa a acudir a una brecha donde es menester que
ponga su cuerpo. Y esto no sería tan
absolutamente grave como es, si no trajera consigo y significara el fracaso de
nuestra generación, y si este fracaso de
nuestra generación no fuera, tal vez, según los momentos que llegan,
posible anuncio del fracaso definitivo
de nuestro pueblo.
Es una ilusión pueril creer que está
garantizada en alguna parte la eternidad de los pueblos; que es una arena toda
de ferocidades, han desaparecido muchas razas como entidades
independientes. En historia, vivir no es dejarse vivir; en historia, vivir es ocuparse muy seriamente, muy conscientemente del vivir, como si
fuera un oficio. Por esto es
menester que nuestra generación se preocupe con toda consciencia,
premeditadamente, orgánicamente, del provenir nacional. Es preciso hacer una llamada enérgica a nuestra generación, y si no la llama
quien tenga positivos títulos para llamarla, es forzoso que la llame cualquiera; por ejemplo, yo”. Vieja y Nueva Política.
Por eso es que, siendo el perfecto barsa,
tal como dijo mi hermano hace un tiempo, fui el 21-7-2011, a la Asamblea Ampliada
de Presidentes de Centros de Alumnos de la PUCV y los insulté por su ignorancia de estas
cosas. Pero, como hombre de acción e intelección que soy, me lancé a realizar
en la práctica concreta de una encuesta cara a cara con el pueblo llano, el
famoso Tercer Estado, un primer acercamiento de los universos paralelos
universitarios y del mercado del almendral.
Resultado de ello es que de 83 trabajadores del mercado: 41 están a
favor, pero con reparos; 18 en contra; 20 NO saben, NO tienen opinión o NO les
interesa y 4 nunca estudiaron y, por lo tanto, NO ESTÁN NI AHÍ con lo que
suceda atravesando la calle.
Varios se
quejaron de que los estudiantes no bajaban a la calle a hablar con ellos y
varios NO tenían la más mínima idea de lo que estaba pasando al otro lado de la
calle. Al día siguiente, 22-7-2011,
también insulté a la Asamblea
pretendidamente Popular en el Salón de Honor de mi Alma Mater, por la misma
razón: Hablar de Asamblea Constituyente, sin haber ido a preguntar al Mercado
si la quieren o NO. Reconozco que la
impotencia me sobrepasa y se me escapa la moto.
Mi pregunta es: ¿Esas son las condiciones
mínimas para la realización de una Asamblea Nacional Constituyente? Insisto, es desechar la energía atómica para
ocupar el vapor a carbón. Ojo: La Segunda Ley de la Termodinámica dice
que sólo el 40% de la energía calórica es transducida en energía mecánica. Lo mismo pasa con el famoso “Calentamiento
Social”. Nuestra labor, como los
“intelectuales” del Cambio Social es idear e implementar en el menor tiempo
posible, nuevos dispositivos sociales que permitan captar y transducir esa
energía mecánica, capaz de mover la mente de una sociedad, desde el “Antiguo
Régimen Burgués” a uno holístico. Si
ese objetivo NO se cumple Ahorakí, habremos perdido soberanamente nuestro
tiempo y desperdiciado las ilusiones de dos generaciones de jóvenes y las pocas
madres que mantienen a flote “el apoyo ciudadano” a esta movilización
estudiantil, ya que NO es social, desde el momento en que las Grandes
Organizaciones Gremiales NO están en paro ni tomas ni mantienen económicamente
las tomas estudiantiles. NO hay piso
para hacer 1 Asamblea ni para evitar que sea un pantano. Falta compromiso Total.
Por último, si todo fuese sin conflictos mayores, eso tampoco garantiza su efectividad para cambiar la sociedad, ya que al estar REPRE-SENTADO la totalidad de la sociedad (esa "totalidad" es lo utópico en sí mismo, dado Heinsenberg y su incertidumbre o incapacidad de conocerlo TODO), sólo hace que en dicha AsCo estén REPREsentados los mismos conflictos que nos enfrentan cotidianamente y, por lo tanto, se llegue a una suma cero, dada la fragmentación social en "nichos" y la imposibilidad de un diálogo constructivo entre "nichos" que quieren cosas totalmente contrapuestas.
Eso hace que, con o sin AsCo, la política sea, necesariamente, "de consenso", con lo cual sólo se podrán hacer tibias reformas al "status quo". En ese sentido, estimo "propaganda engañosa" este "OFERTÓN" de AsCo, como la panacea a TODOS nuestos males sociales, es decir, personales.
Enrique Antonio Mena Caviedes. Martes, 26 de Julio de
2011 03:04:18 p.m.
[1] Lo
mismo sucede en EE.UU., formados en base a la República romana. Los hermanos Kennedy son sus Graco. El mayor llega al ‘poder’ y emprende
reformas inconclusas por su asesinato.
El segundo muere antes de llegar al poder. Nota del transcriptor.
[2]
Sabido es que éste, oriundo de la gens paulo-Emiliana, entró por adopción en la
familia de los Escipiones.
[3]
Rosenberg: Historia de la
República Romana, pág. 59. 1921. Nota de José Ortega y Gasset.
[4] Nota del transcriptor: Un barsa.
[5] También
aquí se advierte la semejanza con la física.
La gravedad de Newton es un resto de magia, porque actúa súbitamente,
sin duración de tránsito. Toda la nueva
física -la relativista- se propone evitar al subitaneidad del tránsito. Nota de José Ortega y Gasset.
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