A Raíz de la ASAMBLEA CONSTITUYENTE (AsCo).

UN PENSAMIENTO DE MI MAESTRO: JOSÉ ORTEGA Y GASSET.



             EL OCASO DE LAS REVOLUCIONES



"El sábado por causa del hombre es hecho;
no el hombre por causa del sábado".
San Marcos, 2, 27.

La intención de este ensayo era demostrar que la raíz del fenómeno revolucionario ha de buscarse en una determinada afección de la inteligencia.   Taine rozó esta idea al enumerar las causas de la gran revolución; mas, por otra parte, anuló su agudo descubrimiento, creyendo que se trataba de una modalidad peculiar al alma francesa.   No vio que se trataba de una forma histórica que, al menos en Occidente, tiene carácter general.   En nuestra parte del mundo, todo pueblo, cuyo desarrollo no haya sido violentamente perturbado, llegó en su evolución intelectual a un estadio racionalista.   Cuando el racionalismo se ha convertido en el modo general de funcionar de las almas, el proceso revolucionario se dispara automáticamente, ineludiblemente.   No se origina, pues, en la opresión de los inferiores por los de arriba, ni en el advenimiento de una supuesta sensibilidad para una más exquisita justicia –creencia de suyo racionalista y antihistórica–, ni siquiera de que nuevas clases sociales cobren pujanza suficiente para arrebatar el poder a las fuerzas tradicionales.   De estas cosas, a lo sumo, son algunos hechos concomitantes del espíritu revolucionario, y, en vez de ser su causa, son también su consecuencia.
Este origen intelectual de las revoluciones recibe elegante comprobación cuando se advierte que el radicalismo, duración y modo de aquéllas son proporcionales a lo que sea inteligencia dentro de cada raza.   Razas poco inteligentes son poco revolucionarias.   El caso de España es bien claro: se ha dado y se dan extremadamente en nosotros todos los otros factores que se suelen considerar decisivos para que la revolución explote.   Sin embargo, no ha habido propiamente espíritu revolucionario.   Nuestra inteligencia étnica ha sido siempre una función atrofiada que no ha tenido un normal desarrollo.   Lo poco que ha habido de temperamento subversivo se redujo, se reduce, a reflejo del de otros países.   Exactamente lo mismo que acontece con nuestra inteligencia: la poca que hay es reflejo de otras culturas.
El caso de Inglaterra es muy sugestivo.   No se puede decir que el pueblo inglés sea muy inteligente.   Y  no es que le falte inteligencia, es que no le sobra.   Posee la justa, la que estrictamente hace falta para vivir.   Por eso mismo, su era revolucionaria ha sido la más moderada y teñida siempre de un matiz conservador.
Lo propio aconteció en Roma.   Otro pueblo de hombres sanos y fuertes, con gran apetito de vivir y mandar, pero poco inteligentes.   Su despertar intelectual es tardío y se produce en contacto con la cultura griega.   Para la opinión que aquí sustento, tiene sumo interés preguntarse cuándo llegan a Roma las "ideas" de Grecia y cuándo comienza la revolución.   Una coincidencia de ambas fechas sería de un valor probatorio excepcional.
Como es sabido, la era revolucionaria romana empieza en el siglo II a. de J.C., en tiempos de los Gracos[1].
Por entonces, la situación típica de Roma es exactamente la misma que la de Grecia en el siglo VII–VI y la de Francia en el XVIII.   El cuerpo histórico de Roma ha llegado a la plenitud de su desarrollo interior; Roma es ya lo que va a ser hasta el fin.   Han comenzado las primeras grandes expansiones.   Como Grecia a los persas, Francia e Inglaterra a España, Roma ha anulado el imperialismo cartaginés.   Sólo hay una diferencia: el intelecto romano es aún tosco, labriego, bárbaro, medieval.   Un gran sentido para la urgencia práctica, la falta de agilidad mental, hacen que el romano no sienta esa específica fruición en el manejo de las ideas que caracteriza a los pueblos más inteligentes, como el griego y el francés.   Hasta la época de que ahora hablo, se había perseguido en Roma con saña toda ocupación puramente intelectual.   El gesto convencional de odio, de desdén al arte y al pensamiento durará hasta Augusto.   Aun Cicerón cree forzoso disculparse porque, en vez de asistir al Senado, permanece en su villa escribiendo un libro.
Sin embargo, la resistencia es vana.   La inteligencia del labriego romano, torpe y lenta, obedece al ciclo inexorable, y, al menos en forma receptiva, despierta un día.   Es hacia el 150 a. de J.C. que, por primera vez, hay en Roma un círculo selecto que se entrega con entusiasmo a la cultura griega, desdeñando la hostilidad de la masa tradicionalista.   Este círculo es el más ilustre, el de más alta jerarquía social que hay en la República.   Escipión Emiliano, el destructor de Cartago y Numancia, es el primer romano noble que sabe hablar en griego.   El historiador Polibio y el filósofo Panecio son sus consejeros habituales.   En su tertulia se habla de poesía, de filosofía, de nuevas técnicas militares (la ingeniería admirable que han revelado las excavaciones de los campamentos numantinos).   Como en Grecia, la desaparición de la Edad Media coincide con la substitución de la promaquia o batalla en forma de combates singulares por el cuerpo táctico de la falange, comienza ahora en Roma la organización del ejército revolucionario en forma de cohortes.   Mario, el Lafayette romano, será su definitivo creador.
Escipión es un devoto sentimental de las ideas utópicas que Grecia le envía.   Según parece, la frase Humanus sum, que va a dar luego el "Soy hombre y nada humano me es ajeno", suena por vez primera en su casa.   Ahora bien, esa frase es el eterno lema del cosmopolitismo humanitario que inventó una vez Grecia y que, a su tiempo, van a reinventar los ideólogos franceses: Voltaire, Diderot y Rousseau.   Esa frase es el lema de todo espíritu revolucionario.
Pues bien, en este primer círculo "helenista", "idealista", se educan los Gracos, promotores de la primera gran revolución.   Su madre, Cornelia, es suegra y prima de Escipión Emiliano[2].   Tiberio Graco tuvo como maestros y amigos a dos filósofos: uno, el griego Diofantes; otro, el itálico Blossius, ambos fanáticos de la ideología política, constructores de utopías.   Después del fracaso de Tiberio se dirigió este último al Asia Menor, donde conquistó al príncipe Aristónico para que hiciese con sus siervos y colonos un ensayo de Estado utópico, la "Ciudad del Sol"[3], un falansterio como el de Fourier, una Icaria como la de Cabet.
Se repite, pues, en Roma el mismo mecanismo, funcionan las mismas ruedas que en Atenas y en Francia.   El filósofo, el intelectual, anda siempre entre los bastidores revolucionarios.   Sea dicho en su honor.   Es él el profesional de la razón pura, y cumple con su deber hallándose en la brecha antitradicionalista.   Puede decirse que en esas etapas de radicalismo –al fin y al cabo las más gloriosas de todo ciclo histórico– consigue el intelectual el máximun de intervención y autoridad.   Sus definiciones, sus conceptos "geométricos" son la sustancia explosiva que, una vez y otra, hace en la historia saltar las ciclópeas organizaciones de la tradición.   Así, en nuestra Europa surge el gran levantamiento francés de la abstracta definición que los enciclopedistas daban del hombre.   Y el último conato, el socialista, procede igualmente de la definición no menos abstracta, forjada por Marx, del hombre que no es sino obrero, del "obrero puro".
En el ocaso de las revoluciones van dejando las ideas de ser un factor histórico primario, como no lo eran tampoco en la edad tradicionalista.


EPÍLOGO SOBRE EL ALMA DESILUSIONADA



El tema de este ensayo se reducía a intentar una definición del espíritu revolucionario y anunciar su fenecimiento en Europa.   Pero he dicho al comienzo que ese espíritu es tan sólo un estadio de la órbita que recorre todo gran ciclo histórico.   Le precede un alma tradicionalista, le sigue un alma mística, más exactamente, supersticiosa.   Tal vez el lector sienta alguna curiosidad por conocer qué sea esa alma supersticiosa en que desemboca el período de las revoluciones.   Pero acaece que no es posible hablar sobre el asunto de otro modo que largamente.   Las épocas post-revolucionarias, tras una hora muy fugaz de aparente esplendor, son tiempos de decadencia.   Y las decadencias, como los nacimientos, se envuelven históricamente en la tiniebla y el silencio.   La historia practica un extraño pudor que le hacer correr un velo piadoso sobre la imperfección de los comienzos y la fealdad de las declinaciones nacionales.   Ello es que los hechos de la época "helenista" en Grecia, del medio y bajo Imperio en Roma, son mal conocidos por los historiadores y apenas sospechados por la generalidad de los cultos.   No hay, pues, manera de poder referirse a ellos en forma de breve alusión.
Sólo a riesgo de malas interpretaciones me atrevería a satisfacer la curiosidad del lector (¿hay en nuestro país lectores curiosos?) diciendo lo siguiente:
El alma tradicionalista es un mecanismo de confianza, porque toda su actividad consiste en apoyarse sobre la sabiduría indubitada del pretérito.   El alma racionalista rompe esos cimientos de confianza con el imperio de otra nueva: la fe en la energía individual, de que es la razón momento sumo.   Pero el racionalismo es un ensayo excesivo, aspira a lo imposible.   El propósito de suplantar la realidad con la idea es bello por lo que tiene de eléctrica ilusión, pero está condenado siempre al fracaso.   Empresa tan desmedida deja tras de sí transformada la historia en un área de desilusión.   Después de la derrota que sufre en su audaz intento idealista, el hombre queda completamente desmoralizado.   Pierde toda fe espontánea, no cree en nada que sea una fuerza clara y disciplinada.   Ni en la tradición ni en la razón, ni en la colectividad ni en el individuo.   Sus resortes vitales se aflojan, porque, en definitiva, son las creencias que abriguemos quienes los mantienen tensos.   No conserva esfuerzo suficiente para sostener una actitud digna ante el misterio de la Vida y el Universo.   Física y mentalmente, degenera.   En estas épocas queda agostada la cosecha humana, la nación se despuebla.   No tanto por hambre, peste u otros reveses, cuanto porque disminuye el poder genésico del hombre.   Con él mengua el coraje viril.   Comienza el reinado de la cobardía –un fenómeno extraño que se produce lo mismo en Grecia que en Roma, y aún no ha sido justamente subrayado.   En tiempos de salud goza el hombre medio de la dosis de valor personal que basta para afrontar honestamente los casos de la vida.   En estas edades de consunción, el valor se convierte en una cualidad insólita que sólo algunos poseen.   La valentía se torna profesión, y sus profesionales componen la soldadesca que se alza contra todo poder público y oprime estúpidamente el resto del cuerpo social.
Esta universal cobardía germina en los más delicados e íntimos intersticios del alma.   Se es cobarde para todo.   El rayo y el trueno vuelven a espantar como en los tiempos más primitivos.   Nadie confía de triunfar de las dificultades por medio del propio vigor.   Se siente la vida como un terrible azar en que el hombre depende de voluntades misteriosas, latentes, que operan según los más pueriles caprichos.   El alma envilecida no es capaz de ofrecer resistencia al destino, y busca en las prácticas supersticiosas los medios para sobornar esas voluntades ocultas.   Los ritos más absurdos atraen las adhesiones de las masas.   En Roma se instalan pujantes todas las monstruosas divinidades del Asia que dos siglos antes hubieran sido dignamente desdeñadas.
En suma: incapaz el espíritu de mantenerse por sí mismo en pie, busca una tabla donde salvarse del naufragio y escruta en torno, con humilde mirada de can, alguien que le ampare.   El alma supersticiosa es, en efecto, el can que busca un amo.   Ya nadie recuerda siquiera los gestos nobles del orgullo, y el imperativo de libertad, que resonó durante centurias, no hallaría la menor comprensión.   Al contrario, el hombre siente un increíble afán de servidumbre.   Quiere servir ante todo: a otro hombre, a un emperador, a un brujo, a un ídolo.   Cualquier cosa, antes que sentir el terror de afrontar solitario, con el propio pecho, los embates de la existencia.
Tal vez el nombre que mejor cuadra al espíritu que se inicia tras el ocaso de las revoluciones, sea el de espíritu servil.                                                                                                                                    JOSÉ ORTEGA Y GASSET.
EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO. 1925.


[1] Lo mismo sucede en EE.UU., formados en base a la República romana.   Los hermanos Kennedy son sus Graco.   El mayor llega al ‘poder’ y emprende reformas inconclusas por su asesinato.   El segundo muere antes de llegar al poder. Nota del transcriptor.
[2] Sabido es que éste, oriundo de la gens paulo-Emiliana, entró por adopción en la familia de los Escipiones.
[3] Rosenberg: Historia de la República Romana, pág. 59. 1921.

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